Página:La Primera República (1911).djvu/138

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Una noche, después de dos horas de voltijeo inconsciente por una parte de los barrios bajos y otra parte de los medios, me encontré en una calle que reconocí como la que antaño se llamó de la Inquisición y hogaño de Isabel la Católica. Allí fueron más recias y claras las voces que murmuraban en mis oídos. No podía dudar que los familiares espíritus me decían: «Búscala, búscala... Adelante, pobre Tito». Seguí, seguí... Por la calle del Álamo llegué a la de los Reyes, y como allí sonara de nuevo el Búscala, pensé que mis invisibles amigos querían guiarme a la calle de San Leonardo. Allá me fui como una flecha. Recorrí la calle de arriba abajo y de abajo arriba, deteniéndome varias veces frente a la casa que fue de don Hilario, con la extraña particularidad de que mientras yo contemplaba en éxtasis el edificio, cerrado y sin claridad en sus huecos, las voces misteriosas callaron.

Al ponerme de nuevo en marcha hacia la calle de San Bernardino escuché como un reír gracioso, y luego estas palabras bien claras: «Sigue, Titín enamorado, Titín picaruelo». Obedecí metiéndome en las calles de Juan de Dios y Limón, alentado por las risueñas voces. Sin saber cómo salí al callejón del Cristo y a la calle de Amaniel, y allí mis aéreos tutelares clamaban, con jácara bulliciosa: «Sigue, Tito; que te quemas, que te quemas». Así llegué a la plazuela de las Comendadoras de Santiago, y ante la fachada grandota del convento me paré, mirando pri-