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taron convertirlo en bandera revolucionaria, predicando la violencia. Así había pasado, en época anterior, en Francia. En otras naciones, se había estrellado ante una indiferencia singular, porque las costumbres reinantes no toleraban ni la idea siquiera de modificar la organización de la familia. Ese es el caso de Alemania. De los demás países europeos: en Rusia, el sentimiento femenino estaba exaltado, pero abrazando —por un curioso fenómeno literario— las exageraciones del sansimonismo y de aquella impetuosa y perturbadora Clara Démar; en España, la mujer, salvo contadas excepciones, obedecía á la apatía atávica de las viejas costumbres; en los otros, por fin, fuera de los hombres de pensamiento, no se percibía interés por debatir el problema femenino.

En Estados Unidos, por el contrario, era maravilloso el espectáculo: la educación primaria, igual y común á los dos sexos; la instrucción secundaria femenina, tan importante casi corno la de varones; las academias y universidades, para ambos por igual abiertas;