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LA GUERRA GAUCHA

sacerdote, abrochándose el manteo en brusco repullo, se estremeció.

De dónde sacaba tales cosas ese espectro? Cosas que sólo sabían ellos en comunicación reservadísima del día anterior?

La vieja lloraba ahora, lloraba un llanto cristalino cuya pródiga abundancia veníale de quién sabe qué cavernas. Su voz de torpeza pueril entonaba una jaculatoria salvaje, entre cuyas palabras quichuas el nombre de la Pacha Mama precedía malignas adjuraciones.

Pero la calma había vuelto. El nevado relumbraba con su opalino matiz, estremecíase débilmente el álamo, y entre el nubarrón cenital se ovalaba una gran bahía celeste.

La vieja imploraba aún; pero el cabildante, concomiéndose fastidiado, se encasquetó el tricornio con movimiento decisivo. Chocheaba demasiado ya esa carlancona. ¡Largo de ahí con su matraqueo y sus agüerías! Y refregándola contra la pared de un empellón, le enseñó la calle.

Alejose ella, tentaleando en silencio; mas cuando llegó á la esquina, se volvió de pronto; y un grito, horrendo grito de maldición, desgarrósele como un vómito de entrañas:

—Godos malditos! Bostezos del infierno! Rayos y centellas les partan el alma!