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LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA

Si, prima, sí, no diré yo que en Madrid haya muchos tipos como el de esta señora, cuya fortuna y existencia se consagre al dolor de los demás; pero es lo cierto que no todo en Madrid es ambición de goces; que Madrid no es tan sólo un hormiguero del placer, ni una brillante red de infamias. Pero allí vamos los hombros, como te dije al principio, donde la luz fulgura, — y la virtud es ruborosa y se refugia siempre en la oscuridad. La caridad semejante al rocío, cae sin ruido. Querida prima: Hecho ya desde mi primera carta cumplido elogio de la médula sana de este organismo complicado y gigantesco que se llama Madrid, espero que en las siguientes me permitas hablar mal de sus cosas y de sus hombres.

Adiós, pues. Fernanflor.

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LA CASA DE PEDRO LÓPEZ

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I

Durante el último otoño, mi familia, por convenir á sus intereses, hubo de trasladar su residencia á la isla de Cuba. Yo, como lo hubiese cruzado ya dos veces, corriendo grave peligro en una de ellas, no me sentía con gana de pasar el charco nuevamente; ni mi afición ni mi conveniencia me llamaban á ultramar, á donde van tantos á sufrir el naufragio de sus esperanzas, cuando no el de su alma y de su cuerpo. Además, de Madrid al cielo, — dice el vulgo, — y dice bien, porque si en Madrid falta dinero con frecuencia, nunca falta un amigo á quien pedírselo, y la vergüenza está de más, y el aturdimiento y la frivolidad, valga la metáfora, son los vientos que empujan nuestra vida hacia el sepulcro.

Por estas razones, y por otras que no son del dominio público, resolví permanecer en la corte, si bien hube de mudar de domicilio, viniéndome muy ancha y no pudiendo seguir habitando' la casa que habitado había con mis consanguíneos.

Provisionalmente me instalé en una fonda, donde no viví mal un par de meses, al cabo de los cuales di ea hacer ascos á la comida, un tanto amanerada, y en pensar que quien como yo se domicilia en una fonda Viene á ser un viajero que no viaja, paradoja viviente, torpe y ociosa á todas luces. En vista de ello, para tener más arraigo y estar como en familia, resolví mudarme á una casa de huéspedes, cosa que, una vez resuelta, la verifiqué en el acto. Dos mudanzas equivalen á un incendio, — suele también decirse, y ello debe de ser cierto, porque desde la casa familiar á la de huéspedes, me vi privado de algunos objetos, preciosos por su utilidad, ni más ni menos que si hubieran quedado reducidos á pavesas.

Todos los huéspedes comíamos á un tiempo en mesa redonda, — así, la llamaban, aunque era cuadrada, — excepto los rezagados, que siempre los había; y durante casi .todas las comidas, sobre la nueva ley de inquilinatos, sobre el impuesto de la sal, sobre mil cosas que no nos importaban un bledo, se armaba cada discusión que hacia retemblar las paredes del reducido comedor, cuando no degeneraba en disputa de mal tono con peligro inminente de la vajilla y aun de nuestros propios individuos. Estas comidas bullangueras me disgustaron en breve, y el apelativo patrona, puesto constantemente en boca de los huéspedes, recordándome la llegada de tropas á un villorrio y haciendo imaginariamente de mi traje un uniforme, vino á dar al traste con mi paciencia.

— Un solterón de mi calibre, — pensó después de contar las vigas del techo de mi cuarto, — debe vivir feliz é independiente, como España en tiempo de los cartagineses.

Y me eché á la calle, resuelto á buscar casa cuyo alquiler se hallase en armonía con mis recursos, por cierto no muy sobrados.

- Tomaré un criado, añadí, — y comeré, á lo bohemio donde pueda y me coja el apetito.

Adoptada esta nueva resolución, no tardó en dolerme el cuello á fuerza de torcerlo y mirar á los balcones en busca de papeles.

En Madrid, nadie lo duda, existen buenas casas para los ricos, aunque las rentas suelen ser mejores. En cuanto á los pobres, no hay que apurarse por ellos; se les relega á una cueva con honores de cuarto interior, ó á un observatorio astronómico con nombre do sota-banco, ó á una pocilga sin nombre y sin honores, sin aire, sin luz y sin higiene, que ninguna de estas cosas, por lo visto, deben de necesitar los pobres.

Una belleza de Praga

Yo, en mi calidad de escritor público, venía á ser un pobre vergonzante, esto es, decente, de los que piden limosna cuartilla en mano, cuando, como el de que aquí se trata, tienen muy poco ó nada por su casa, y luchaba con el doble inconveniente de ser pobre con educación y costumbres de rico, ó rico con recursos y haberes de pobre. En tal situación hubo de costarme en gran manera encontrar casa, porque las que me gustaban eran caras, y las que baratas eran... esas no me gustaban.

Por fin, al recorrer una calle larga, estrecha, algo sombría, pero céntrica, vi papeles en un cuarto tercero. A mayor abundamiento, en la parte exterior del portal, hondo, oscuro y no muy limpio, pendiente de un clavo, se veía un tarjetón con estas palabras en letra gruesa y desigual:

SE ALQUILA UN CUARTO TERCERO EN ONCE
DUROS. LA PORTERA DARA RAZON.

Miré á todos lados y no vi portera ni portería. En el interior del portal sí pude ver mano derecha un arco que sosteniendo parte del techo, daba acceso á la escalera, angosta y empinada, y á la izquierda de ésta, cuya angostura remataba una pilastra, un largo pasadizo que, á juzgar por la luz interior, conducía á un patio.

Mis ojos buscaban todavía á la portera á quien pedir razón del cuarto, cuando un ruidoso taconeo, descendiendo desde lo alto de la escalera, me hizo volver instintivamente la mirada. Dos mujeres jóvenes, regordetas y no mal parecidas, con sendos mantones sobre los hombros y pañuelos á la cabeza, por debajo de los cuales asomaban las revueltas greñas, bajaban atropelladamente la escalera, no sin riesgo de ir á estrellarse contra la pared de enfrente. Una de ellas, la más desgreñada, llevaba en la mano una fotografía, en la cual pude ver el busto de un hombre, y se reía con risa sardónica, prorrumpiendo á borbotones:

— El muy charrán... así lo desnuquen... me ha dado... su retrato... ¿Tengo yo algo que ver... con su... maldita estampa?

— ¿Está guapo?

—Mira.

Esto diciendo, las dos amigas, sin reparar siquiera en mí, se detuvieron en el umbral de la puerta, y juntando sus cabezas desgreñadas, contemplaron breves momentos el retrato.

— ¡Puf! — prorrumpió, con asco la que lo tenía en la mano.

(Se continuará.) Juan Tomás Salvany.

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UNA BELLEZA DE PRAGA