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Era indudablemente un nombre ideal para una heroína de novela romántica. Luego aseguró que en los nombres había un destino y le dijo que tal vez ella estaba señalada para tener en su vida una novela.

— Oh, no diga eso, señor — contestó Raselda inundada de felicidad y mirando a Solís de modo lento y agradecido.

—¿Le gustan las novelas? —preguntó el maestro después de un corto silencio.

—¡Ah, muchísimo! —repuso Raselda apasionadamente, con los ojos entornados.

—¿Las novelas de amor?

Sí, las novelas de amor. Pero no sabía, no sabía. Había leído pocas novelas. Pensaba que todas serían de amor, que en todas por lo menos habría amores.

Hablaron entonces de novelas. Raselda recordó sus años en la soledad de Nonogasta. Allá no había libros. En los veranos, algunas amigas que pasaban en aquel lugar las vacaciones le prestaban novelas. Le entusiasmaban las tristes, las que hacían llorar.

—¿Y qué novela la hizo llorar más?

—¡Ah! María, de Jorge Isaacs.

La había leído cuatro veces. La primera vez cuando estaba en la escuela. Siempre se acordaba de aquella larga noche que pasó en vela hasta concluir el libro. ¡Cuánto había llorado! Y sonreía recordando para sí que, al acabar la última página, besó las tapas del volumen y que después se durmió con el libro contra su pecho. Tuvo un sueño poético, donde era la heroína de unos amores desgraciadísimos hasta que terminó su vida devorada por los tigres en una selva fantástica.

—¿Por qué sonríe? — preguntó Solís. —Por nada —dijo Raselda; — cosas de cuando una es chica.

Había oscurecido completamente. En las casas encendían las luces; algunos transeúntes retardados se dirigían, sin apresurarse, a sus viviendas. Ya no hacía tanto calor. El aire no era espeso ni ardiente; se había sutilizado un poco y adquirido cierta tenuidad. En el silencio