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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Hil-lo.—¡Ay de mi! Irritarse contra un enfermo, malo ea; pero quién toleraria ver pousar asi a uno que esté en su cabal sentido?

Hércules.—¿Que no quieres hacer nada de lo que to digo, murmuras?

Hil-lo.—Pero ¿quién jamás a esa, que es la única causante de la muerte de mi madre y de que tá te encuentres como te encuentras, quién que no esté atacado por las Furias, podrá querer eso? Mejor para mi, ¡oh padrel, es morir, que tener que vivir en compañía de aquellos a quienes odio.

Hércules.—Esto hombre, a lo que parece, no quiere otorgarme lo que me debe en el momento en que muero; pero la maldición de los dioses pesará sobre ti si desobedeces mis mandatos.

Hil-lo.—¡Ay de mi! Pronto, según parece, diras que te ataca el mal.

Hércules.—Porque tú me excitas el dolor que está adormecido.

Hil-lo.—¡Pobre de mil, que en asunto tan importante dudoso estoy.

Hércules.—Porque no te dignas obedecer a tu padre.

Hil-lo.—Pero es que me ordenas que sea impio, padre.

Hércules.—No hay impiedad si complaces a mi corazón.

Hil-lo.—Lo que me mandas hacer, ces justo de todos modos?

Hércules.—Sí; y como a testigos de ello invoco a los dioses.

Hil-lo.—Pues lo haré; no rehusaré lo que me man. das, que pongo ante los dioses, porque jamás podré parecer malo obedeciéndote, padre.