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ÁYAX

Tecmesa.— Tan eierto es lo que dices, que no nos queda más que llorar.

Coro.— ¿De manos de quién se sirvió el desgraciado para tal obra?

Tecmesa.— De las suyas propias. La cosa es clara. La espada, clavada en el suelo y hundida en su cuerpo, lo manifiesta.

Coro.— ¡Ay de mi desgracia! ¡Cómo solo te has herido, sin que te lo pudieran impedir los amigos! Y yo en todo estúpido, en todo necio, me descuidé. ¿Dónde, dónde yace el que nunca volvía la espalda; el de infausto nombre Áyax?

Tecmesa.— No está para que se le pueda ver; lo cubriré con este manto, que lo envuelve enteramente, porque nadie que sea su amigo tendrá ánimo para verle echando negra sangre por las narices y por la cruenta llaga de su propia herida. ¡Ay!, ¿qué haré? ¿Quién de tus amigos te asistirá? ¿Dónde está Teucro? ¡Cuán a punto, si viniese, llegaría para sepultar a su hermano muerto! ¡Ay infeliz Áyax! Tan valiente como has sido, y yaces tan desdichado, digno de inspirar lástima a tus mismos enemigos.

Coro.— Te disponías, infortunado, te disponías, con tiempo y ánimo firme, a llevar a su cumplimiento el fatal destino de innumerables desdichas. Tales quejas durante noche y día exhalabas de tu duro corazón, hostil a los atridas, en tu fatal dolencia. Origen de innumerables desgracias fué aquel día en que se anunció el certamen para premiar el valor con las armas de Aquiles.

Tecmesa.— ¡Ay de mi!

Coro.— Te llega al corazón, lo sé, la desgracia horrenda.

Tecmesa.— ¡Ay infeliz de mí!

Coro.— No te descreo, y doblemente debes lamen-