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Con la cabeza senil inclinada sobre el pecho sueña, y las más diversas imágenes pasan rápidas y confusas por su espíritu. No le es posible contemplar el viejo caserón donde nació, porque lo arrasó la guerra; tampoco puede ver al padre ni a la madre, a quienes prematuramente segó la muerte; pero distingue muy bien la aldea, cual si ayer mismo la hubiese dejado: la hilera de chozas, las ventanas iluminadas, el canal, el molino, los dos estanques, uno frente al otro, en los que de noche croan a coro las ranas. Precisamente una noche, cuando era ulano, estuvo de centinela en su pueblo natal, y este recuerdo se le presenta ahora de repente, en medio de los otros: está de guardia; la hostería le manda desde lejos miradas inflamadas; llegan hasta él, a través de la noche apacible, el pataleo de los bailadores, el son de los violines y de los contrabajos. ¡U—ha! ¡U—ha! Son los ulanos beodos, que al bailar golpean el suelo con los tacones, mientras el centinela se aburre, solo, entre tinieblas.

Las horas transcurren lentamente; poco a poco toda claridad se desvanece; hasta donde alcanza la mirada no se columbra mas que niebla, niebla impenetrable; de los prados sube un vapor espeso que todo lo va envolviendo en una nube blanquecina; diríase un océano de verdad... A no tardar, el rey de las codornices hará oír su voz en las tinieblas, y el alcaraván, metido entre los juncos, lanzará su estridente silbido. ¡Es la noche bonancible, pero fría; una verdadera noche de Polonia! En