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EMILIO SALGARI

peligrosas escolleras que rodean la costa, contra las cuales se rompe el oleaje con roncos mugidos, produciendo gran resaca.

—¡Alto!—dijo Van-Stael antes de que la chalupa tocase en la orilla.

Se subió al banco de proa y miró detenidamente hacia la playa, erizada de rocas enormes, que se alzaban en forma de anfiteatro. A pesar del grito que habían oído poco antes, no se veía ninguna criatura humana ni se percibía rumor alguno sospechoso. Solamente una bandada de cacatúas, espléndidas aves de plumas purpúreas y blancas que ostentan en la cabeza un penacho inclinado hacia atrás, revoloteaban entre las ramas de un pequeño black-wood (árbol de madera negra) que crecía desmedradamente entre la arena.

—¿Hay novedad?—preguntó Van-Horn.

—Ninguna, viejo mío. Desembarquemos.

La chalupa se acercó a la playa hasta tocar en la arena.

El Capitán, los dos jóvenes y el marinero desembarcaron armados de sendos fusiles, y tras de ellos los chinos conduciendo a tierra la leña, las pailas, los arpones y las espumaderas.

A corta distancia de la orilla Van-Stael indicó dos pequeñas construcciones circulares formadas por pedruscos y que podían servir muy bien de hogares.

—Los salvajes las han respetado—dijo.

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