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Ricardo Palma

Eso de adornar puertas y balcones con cortinas, cuando ha de pasar procesión por una calle, es costumbre que... ¡vamos! se me atraganta é indigesta.

Convengo en que se gaste el oro y el moro para levantar arcos triunfales, bajo los cuales deba pasar el Santísimo. En ello hay lujo y arte, á la vez que el sentimiento religioso paga tributo á la divinidad.

Nada digo de alfombrar las calles con flores, con tapices de los gobelinos, ó con barras de plata; como diz que se vió en los bienaventurados tiempos del virrey conde de Lemus. Eso revela opulencia, y bien se puede echar la casa por la ventana para dar lucimiento á la procesión.

Santo y bueno que nubes de incienso encapoten la atmósfera y nos asfixien; y hasta tolero que un cohete de arranque deje tuerto á un sacristán ó monaguillo.

Encintar las calles y hacer que flameen en ellas banderitas de madapolán ó de papel picado, tiene siquiera su lado pastoril y patriarcal, capaz de inspirar églogas é idilios á vates que yo me sé.

Pero con las cortinas, ya lo he dicho, no transijo, aunque me aspen como á san Bartolomé ó achicharren como á san Lorenzo.

En la época colonial, ciertas casas aristocráticas de Lima ostentaban cortinaje de terciopelo de Flandes recamado de oro. Pero ya se sabía que este adorno no tenía otro uso y que, concluída la fiesta, se guardaba hasta la inmediata. No es, pues, esta cortina la de mi crítica.

Conforme fuimos avanzando camino en la vida democrática, discurrimos que siendo Dios el primero de los republicanos (por mucho que el catecismo lo llame Rey, y no Presidente, de cielos y tierra) le cuadraban mal resabios y humillos aristocráticos, que eso y no otra cosa significaban los cortinajes ad hoc de terciopelo y brocato.

Y pensado y hecho, sin otra discusión, pobres y ricos, sacaron á lucir colchas y sobrecamas, más ó menos historiadas. Y cata resuelto el gran problema de la igualdad social.

La sola palabra cortina nos trae á las mientes algo de encubridora ó tapadora; pues no á humo de pajas, sino con mucho