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88 EL PADRINO

Así que Eduardo de quien aquella inocente niña no había merecido un beso de cariño, Eduardo que en sus malos momentos la odiaba y que aún en sus horas de calma no podía tenerle el menor afecto, rogó humildemente á Dios por la vida de Cecilia y sí, en cam- bio, le hubieran pedido la suya la hubiera dado sin vacilar.

Armándose al fin de valor el joven, dió con precaución, á Margarita la triste noticia de la muerte de Juana.

Margarita la escuchó con los ojos desme- suradamente abiertos por el espanto y derra- mando acerbas lágrimas que se unían á las que le arrancaban los padecimientos de Ce- cilia.

— ¿Qué voy á hacer ahora?— gimió la in- feliz. Mi deber sería estar en estos momen- tos aí lado de mi esposo y no puedo porque tendría que abandonar á Cecilia.

¡Dios mío! ¡Dios mío!

— ¿Quieres que vaya á buscar á tu mamá para que la cuide?

— De todas maneras yo no me separaré de mi hija.

¿Cómo podría vivir un momento lejos de su lado sabiendo que sufre, que quizás al volver, la hallaría muerta? ¡Muerta!... repi- tió horrorizada —¡Dios mío, si me quitas á mi hija, llévame también á mí!