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Desde mi celda.

de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de canes de madera , ya medio podrida y cubierta de polvo, que deja ver á trechos el costoso entalle, muestra de su primitivo esplendor.

Los mil y mil accidentes pintorescos que á la vez cautivan al ánimo y llaman la vista como reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de extraño contorno y extravagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllas chatas y agazapadas entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio como una verruga de argamasa y escombros ; los recortados lienzos de edificios con un remiendo moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo de una mercería, un retablillo con una imagen de la Purísima y su farol ahumado y diminuto, ó el retorcido tronco de una vid que sale del interior por un agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi memoria con el recuerdo de la monumental fachada de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos por donde se extiende una larga y muda procesión de guerreros de piedra, precedidos de timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes, y sus blasones soportados por án-