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Gustavo A. Becquer.

con un tono compungido y doliente; ¿me quieres dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura en su santa gloria?

Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reir con una expresión diabólica, mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Dorotea como un sarcasmo horrible, trayéndole á la memoria las magníficas promesas para más allá de la muerte con que mosén Gil solía responder á sus exigencias continuas. Su primer impulso fué echar enhoramala á la vieja; pero conteniéndose, por respetos á ser su casa la del cura del lugar, se limitó á volverle la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante significativo. La vieja, á quien antes parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximóse más á la joven, y procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo á Eva en el Paraíso:

— Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo á un señor que no se limita á recompensar á los que ha-