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Gustavo A. Becquer.

de la mañana teñía de un vago azul el cielo, la luna se desvanecía en el ocaso, envuelta en una bruma violada, y lejos, muy lejos, en la distante lontananza del mar, las nubes se coloraban de amarillo y rojo cuando la brisa precursora de la luz, levantándose del Oceano fresca é impregnada en el marino perfume de las olas, acarició, al pasar, nuestras frentes.

La naturaleza comenzaba entonces á salir de su letargo con un sordo murmullo.

Todo á nuestro alrededor estaba en suspenso y como aguardando una señal misteriosa para prorumpir en el gigante himno de alegría de la creación que despierta.

Nosotros, desde lo alto de la fortísima muralla que ciñe y defiende la ciudad, y á cuyos pies se rompen las olas con un gemido, contemplábamos con avidez el solemne espectáculo que se ofrecía á nuestros ojos.

Los dos guardábamos un silencio profundo, y no obstante, los dos pensábamos una misma cosa.

Tú formulaste mi pensamiento al decirme:

¿Qué es el sol?

En aquel momento el astro cuyo disco comenzaba á chispear en el límite del horizonte, rompió el seno de los mares. Sus rayos se extendieron rapidísimos sobre su inmensa llanura; el cielo, las aguas y la tierra se inundaron de claridad, y todo