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Gustavo A. Becquer.

cierto punto de importancia en la parte arquitectónica, conserva todavía esa indefinible y misteriosa majestad que el tiempo imprime á los edificios que han desafiado su curso destructor ese aspecto solemne, que nos fuerza á detener nuestro paso y á descubrirnos aun en presencia de una sola piedra, á la que vive unida una tradición remota y venerable.

Cuando, después de haber recorrido una gran parte de la ciudad imperial, detuvimos nuestros pasos sobre la altura que corona el hospital de Tavera, desde la que se domina el lugar en que está situada la basílica, el día comenzaba á caer. El cielo se veía cubierto por largos jirones de nubes pardas y cobrizas, entre los que se deslizaban algunos rayos del sol, que, encendiendo sus orlas y bañando en luz la cima de los montes, doraban las altas agujas y los derruídos muros de la población que acabábamos de abandonar. La vega, que extendiéndose á nuestros pies se dilataba hasta las ondulantes colinas que se elevan en su fondo como las gradas de un colosal anfiteatro, asemejábase con sus oscuros manchones de césped y las anchas líneas amarillentas y rojas de su terreno arcilloso, á una alfombra sin límites, en la que podíamos admirar la armónica gradación de los colores que se confundían y debilitaban, marcando así sus diferentes términos y desigualdades. A nuestra iz-