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Recuerdos de un viaje artístico.

tras cabezas, apercibíanse por intervalos tonos melancólicos y perdidos. Aquellos oscuros cipreses por entre los que marchábamos, aquellas flores pálidas é inodoras que bordeaban los lindes de nuestro sendero, parodiaban las calles de un jardín; pero las ortigas que crecen en su enarenado piso, el jaramago que, con sus grupos de flores amarillentas, ondula como el penacho de una cimera sobre los muros, las tintas vagas é indefinibles del crepúsculo, las que contribuía á encarecer el opaco reflejo de las nubes apiñadas en el horizonte, el sordo murmullo del río que se revuelve y forcejea entre los trozos de roca que en aquel punto detienen sus aguas, todo sobrecogía el ánimo infundiéndole un pavor religioso que, sin saber por qué, no nos permitía hablar sino en voz baja, forzándonos á mover el pie con sigilo, como si temiéramos que el rumor de nuestros pasos despertara á los que en aquel recinto duermen el sueño de la eternidad.

Al fin de esta calle de cipreses se halla el atrio. El atrio que sirve de cementerio á los conónigos es de planta cuadrada, y consta de un frente principal que ocupa la puerta de la ermita, y otros dos laterales en que están abiertos los nichos, cerrando el todo una verja de hierro.

Involuntariamente nuestra atención se fijó en la portada de la basílica, cuyo exterior humilde forma