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Cuentos y narraciones

á un gabinete donde nunca entra la condesa; la de la izquierda á un pasillo donde hay una escalera estrecha que conduce á mi habitación.

Hermanın tenblaba como un tigre esperando la hora de la cita. A las diez de la noche ya estaba frente á la casa de la condesa. Hacía un tiempo infernal; el viento rugía, la nieve caía en copos enormes; los faroles apenas alumbraban; en las calles no habia un alma. De rato en rato un cochero de punto, envuelto en su capote, arreaba su penco, buscando con la mirada algún rctrasado viajero.

Hermann iba á cuerpo, más no sentía ni el vien.to, ni la nieve. Al fin y á la postre llegó el coche de la condesa. Hermann vió como llevaban los criados á la anciana, la cual iba arropada en amplia piel de marta zibelina y como detrás de ella aparecía su protegida con un ligero abrigo.

La portezuela se cerró con ruido y el coche echo andar pesadamente sobre la crujiente nieve El suizo cerró la puerta; apagáronse las luces que iluminaban las ventanas. Hermann comenzó á pasear en torno de la casa vacía; se acerco á un farol, miró la hora: eran las once y veinte minutos.

Se quedó al pie del farol, siguiendo la marcha de las agujas y esperando que marcasen la hora fijada. A las ouce y media en punto, Hermann se dirigió á la escalinata de la casa, y penetró en el iluminado zaguáu.

No estaba el suizo. Hermann subió rápidamente la escalera abrió la puerta de la antesala y vió á un sirviente dormido en un diván vicjo y sucio.

Con pasó ligero y firme pasó al lado suyo Her“ mann. La sala y el gabinete estaban á obscuras.

La lámpara de la antesala apenas disipaba en las sombras. Hermann entró en la alcoba.

Delante de las imágenes sagradas oscilaba la llama de una lámpara de oro. Butacas y divanos fo