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Julián Juderías

y resolvió asistir á su entierro para solicitar su perdón.

La iglesia estaba llena. A duras penas consiguió Hermann abrirse paso a través de la multitud. Descansaba el fóretro sobre lujoso catafalco, bajo un dosel de terciopelo.

163 La muerta yacia en él con las manos cruzadas sobre el pecho, envuelta la cabeza en una gorra de encajes y vestida con un rico traje de seda. Alrededor de ella estaban sus criados con sendas libreas negras y hachones encendidos y sus hijos, nietos y biznietos de riguroso luto.

Ninguno lloraba, las lágrimas hubieran sido de mal gusto. La condesa era tan vieja que su muerte á nadie podia causar dolor y sus parientes la consideraban hacía tiempo como una persona que había perdido todo derecho á permanecer en este mundo.

El párroco pronunció la oración fúnebre. Con sentidas frases pinto la serena muerte de los justos; para los cuales los largos años de tranquila existencia constituyen una preparación para el eterno viaje.

«El ángel de la muerte, exclamó el orador, la halló entregada á meditaciones celestiales esperando á su divino amante. La triste ceremonia so efectuó con solemnidad. Los parientes se despidieron del cadáver los primeros, después se inclinaron ante él los innumerables amigos que habian venido á despedirse de la que tantas veces les obsequió con mundanas distracciones. Los últimos fueron los sirvientes.

Entre ellos, se acercó una vieja doncella de la condesa, sostenida por dos criadas jóvenes. No tenía fuerzas ya para inclinarse hasta el suelo, y al besar la helada mano de su señora, derramó algu nas lágrimas.

Después de ella se atrevió Hermann á acercarse