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Cuentos y narraciones

veces guardaba silencio, otras replicaba con monosílabos, hasta que por último dijo:

—La curiosidad de V. A. quedará satisfecha á su debido tiempo.

—¡Hm! se dijo el príncipe. Mucho sabrás si á viejo llegas. ¡Tengamos paciencia! Se recostó lo mejor que pudo, se envolvió en la pelliza y se dispuso á dormir. Ya comenzaban á pasar ante sus ojos imágencs que no pertenecían á la realidad, ni tenían nada que ver con su situación presente, cuando lo despertó un fuerte golpe. Las rucdas crugían lentamente. El coche rodaba por una pendiente y el cochero sujetaba los caballos que marchaban al paso y se detuvieron por último. El lacayo abrió de golpe la portezucla. La señora bajó y volviéndose hacia el príncipe le dijo:

—Tenga la bondad de bajar, Alteza, hemos llegado ya.

El carruaje se había detenido bajo una marquesa bastante ancha que sobresalia de un muro sin ventanas. Lo primero que le chocó al principe fué aquella entrada. Se acordó de las pirámides de Egipto. Las vigas que formaban la marquesa estaban dispuestas en forma de cono y sostenían en la cúspide la figura del sol. En el escalón superior de los que ála puerta conducían se hallaba un hombre alto y de aspecto lúgubre, envuelto en un ámplio albornoz rayado y cubierta la cabeza con un turbante. Llevaba en la mano una pequeña lámpara, que recordaba las primitivas romanas. Se hallaba en actitud de saludar, con la cabeza inclinada y una mano en el pecho.

Apenas llegaron el príncipe y su acompañante al último escalón superior, el misterioso personaje se volvió pausadamente y tomo la delantera alumbrando el camino. Los tres penetraron en un corredor de abovedado techo. Al punto senotó la humedad propia de los sótanos. Los pasos