Yo creí que mis observaciones no iban a pasar de ahí y ya me disponía a bajar, cuando apareció Suan disponiéndose a hacer la comida de los cerdos. Despertáronse éstos, levantaron sus hocicos, pronunciaron dos o tres gruñidos que significaban una profunda salutación, sacudieron sus anchas orejas, y uno de ellos, un cerdo flaco muy feo gritó:
—¡Acercáos todos y escuchad! ¡El gran cerdo ha de hablar!
Con gran sorpresa mía, ví que se acercaron obedientemente los animales; primero eran los pavos haciendo rueda y caminando lentamente; después seguían los gansos y los patos; detrás de estos venían los gallos, gallinas y pollos, y últimamente las palomas que manifestaban mucho miedo y desconfianza.
—¡Escuchad! ¡El gran cerdo ha de hablar! repitió con gruñido imperioso el que hacía las veces de pregonero.
Busqué con la mirada al gran cerdo y noté que tenían por tal a Bótiok, uno que Suan había bautizado así por ser el más gordo de todos. Hacía dos años que estaba castrado y mi padre le iba ya a encerrar para sacrificarle dentro de un año. Era un animal respetable; su vientre arrastraba, sus mejillas se caían y los ojos los tenía ya tan hundidos que estoy seguro ya no le servían. Estaba echado y roncaba.
—¡Está meditando el sermón! —dijéronse en voz baja los patos y los gansos.
—¡Está en éxtasis! —añadieron las gallinas. Entretanto le murmuraba al oído el cerdo pregonero:
—Gran Bótiok, levántate, es menester que gruñas porque se acerca la hora de comer.
Bótiok abrió los ojos y respondió con un gruñido.
—Es menester que gruñas —repitió el pregonero en gruñido bajo;— hemos notado cierto descontento en los pollitos y muchos gallos empiezan a murmurar; se acerca la hora de comer; levántate y gruñe.
—Y ¿que les he de decir? preguntó Bótiok bostezando.
—Pues cualquier cosa, recomendarles la humildad, la sumisión, la obediencia…
Yo me interesaba tanto en lo que pasaba que era todo ojos y oídos.