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QUO VADIS

mano una sarta de pecezuelos evidentemente destinados á la cena.

Ocupada en separar los pescadillos, y creyendo era sólo Ursus quien había entrado, no alzó la vista.

Pero el joven tribuno se acercó entonces y pronunciando su nombre le extendió la mano.

Levantóse ella vivamente, y una llamarada de asombro y alegría pasó por su semblante.

Sin decir una palabra y como un niño que después de años de temores y aflicciones acaba de encontrar á su padre ó á su madre, se echó en los brazos que Vinicio le tendía. Estrechóla él entonces en ellos contra su pecho, por algunos instantes, con una expresión extática, cual si después de haberla perdido la recobrase ahora, sana y salva por virtud de algún milagro. Y luego, retirando los brazos, la tomó las sienes con las manos, la besó en la frente y en los ojos, la abrazó de nuevo, repitió una, otra y otra vez su nombre, se inclinó hasta sus rodillas, la besó las manos, y la llenó de atenciones, caricias y homenajes. Su alegría no tenía límites, como su amor y su felicidad.

Por último la refirió cómo había hecho su acelerado viaje de Ancio; cómo la había buscado bajo las murallas y por entre el humo y las chispas en la casa de Lino; y to dos los terrores y sufrimientos que había debido apurar antes de que el Apóstol Pedro le designara el lugar en donde se hallaba refugiada.

—Pero ahora que te he encontrado,—dijo,—no puedo por más tiempo dejarte cerca del incendio y de las enfureci das turbas. Bajo las murallas están matándose entre sí los fugitivos de la ciudad; y los esclavos se han sublevado y entregándose al saqueo. ¡Sólo Dios sabe qué calamidades hayan de pesar todavía sobre Roma!

Mas, yo te salvaré á tí, y á todos vosotros. ¡Vida mía!

Vámonos á Ancio, en donde tomaremos un barco que nos lleve á Sicilia. Mis propiedades alli son vuestras propiedades, mis casas, las casas vuestras. Escucha: en Sicilia en-