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QUO VADIS

calor y de aquel silencio espectante. Y en los rostros había una expresión malhumorada y dura.

Por fin el prefecto hizo una señal.

Presentóse el mismo viejo vestido de Caronte que había convocado á los gladiadores á la muerte. Atravesó á paso lento la arena en medio de un profundo silencio y de nuevo dió tres martillazos en la puerta.

Un murmullo intenso recorrió todo el anfiteatro: —¡Los cristianos! ¡Los cristianos!

Rechinaron los enrejados de hierro y por entre aquellas lóbregas aberturas dejáronse oir los gritos usuales de los mastigophori.

—¡A la arena!

Y en un instante vióse lleno el Circo de una multitud de individuos que parecían sátiros, cubiertos de pieles.

Salieron corriendo velozmente, febrilmente, hasta llegar al centro de la arena; y allí arrodilláronse los unos junto á los otros con las manos alzadas al cielo.

Los espectadores, creyendo que fuera esta una petición de gracia, é indignados por tal cobardía, empezaron á golpear el suelo con los pies, á silbar, y á tirar á los cristianos con cántaros de vino vacíos, huesos y otros desperdicios, y á gritar: —¡Las fieras! ¡Las fieras!

Pero en ese instante ocurrió una cosa inesperada. De entre aquel grupo de seres humanos vestidos de fieras, se alzó un coro de voces y entonces fué cuando por primera vez dejóse oir en un anfiteatro romano el himno «/Christus regnat! (1) El asombro se apoderó de los espectadores.

Los condenados cantaban su plegaria con los ojos levantados hacia el cielo. El público veía en ellos rostros pálidos, pero como inspirados.

Y todos comprendieron ahora que aquellas gentes no estaban implorando compasión, y que en ese instante pa(1) ¡Cristo reina!.