Página:Quo vadis - Eduardo Poirier tr. - Tomo II (1900).pdf/315

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
309
QUO VADIS

Había terminado el espectáculo.

Las multitudes iban saliendo del Anfiteatro por los vomitoria, diseminándose en la ciudad.

Solamente los augustianos permanecieron algún tiempo más; aguardaban que disminuyese aquella inmensa corriente de pueblo.

Y habían abandanado sus asientos y reunidose en el podium, al que acababa de volver el César á escuchar las alabanzas que habrían de tributársele.

Aun cuando los espectadores no le habían escatimado los aplausos al dar fin á su canto, no estaba satisfecho Nerón: él había esperado un entusiasmo rayano del frenesí.

En vano resonaban ahora en sus oídos verdaderos himnos de alabanza; en vano las vestales le besaban la «divina mano, y mientras lo propio hacía Rubria, se inclinaba hasta tocar con sus rojizos cabellos el pecho del César.

No estaba Nerón satisfecho, y no disimulaba su displicencia.

Y le sorprendía, perturbándole al mismo tiempo, el silencio obstinado que guardaba Petronio. Cualquiera frase ingeniosa y lisongera de sus labios habría sido para él de gran consuelo en aquel momento.

Por último, incapaz de contenerse, el César hizo al árbitro señal de que se acercara.

—Habla, le dijo, cuando Petronio hubo entrado al podium.

—Guardo silencio,—contestó el árbitro friamente,—porque no encuentro palabras. Te has excedido á tí mismo.

—Asi me pareció á mí también; sin embargo, esa gente...

—¿Acaso esperas que esos genízaros sean capaces de comprender la poesía?

—Pero tú también habrás notado que no han sabido apreciar en justa medida mis méritos.

—Porque tú has elegido un mal momento.

—¿Cómo?

—Cuando la ola de la sangre llega hasta el cerebro de