rianos montados, hasta llegar al punto en donde aguardaban las literas.
—Yo te acompañaré,—dijo Petronio.
Y se sentaron juntos en la litera.
Por todo el camino mantuviéronse silenciosos, y sólo cuando se hallaron en el atrium de la casa de Vinicio preguntó Petronio: —¿Sabes tú quién era ella?
—¿Rubria acaso?—preguntó Vinicio, disgustado ante la sola idea de que Rubria fuese una vestal.
—No.
—¿Entonces quién?
Petronio bajó la voz y dijo: —El fuego de Vesta ha sido profanado, porque Rubria estuvo con el César Pero, la que se acercó á tí, y aquí bajó más la voz hasta hacerla casi imperciptible,—fué la divina Augusta.
Siguióse un momento de silencio y luego repuso Petronio: —No pudo el César ocultar á Popea su inclinación hacia Rubria; de ahí el que aquella quisiera tal vez tomar por ello venganza. Pero llegué yo á estorbarlo. Si hubieras tú reconocido á la emperatriz y rehusado acceder á sus solicitaciones, sería irremediable tu ruina y habrías arrastrado en ella á Ligia y acaso me habrías también comprometido á mí.
—¡Me encuentro harto de Roma, del César, de sus fiestas, de la Augusta, de Tigelino y de todos vosotros!—prorrumpió Vinicio.—¡Me estoy ahogando! ¡Yo no puedo ya seguir viviendo así: no puedo! ¿Me entiendes?
—Vinicio, estás perdiendo el sentido, el juicio, la moderación!
—¡Sólo amo á ella en todo el mundo!
—¿Y qué?
— Eso: que no deseo ningún otro amor. No quiero ni