contra Vinicio; y la muerte de Ligia no le importaba, pero habría preferido ver el cuerpo de la doncella destrozado por los cuernos del toro ó por las garras de las fieras.
Su crueldad refinadada, su imaginación deforme y sus deformes instintos, encontraban una especie de deleite en aquellos espectáculos.
Y ahora el pueblo deseaba robarle; deseaba privarle de ese placer.
De ahí que la ira se pintara en su abotargado rostro.
El amor propio también instábale por su parte á no ceder á los deseos de la multitud.
Y sin embargo, no osaba oponerse á ellos, á causa de su cobardía ingénita.
Así, pues, miró á su alrededor con el fin de ver si por lo menos entre los augustanos había dedos vueltos hacia el suelo en señal de muerte.
Pero Petronio tenía la mano en alto y miraba á la faz de Nerón con aire casi de reto. Vestinio, hombre supersticioso, pero accesible al entusiasmo, y que temía á los espectros y á los muertos, pero no á los vivos, dió también la señal de perdón. Y lo propio hizo Escevino, el senador, y lo propio hicieron Nerva y Tulio Senecio, y el famoso caudillo Ostonio Escápulo, y Antistio, y Pisón, y Veto, y Crispino, y Minucio Termo, y Poncio Telesino, y el más importante de todos y el más favorecido por los homenajes del pueblo, Trasea.
En vista de esto, el César quitóse la esmeralda del ojo con expresión llena de orgullo herido y despecho; y Tigelino, en el deseo sistemático de vencer de nuevo á Petronio, dijo: —No cedas, divinidad; tenemos á los pretorianos.
Entonces Nerón volvióse al sitio en donde se hallaba accidentalmente al mando de los pretorianos el severo Subrio Flavio, quien hasta entonces había sido adicto á Nerón con toda su alma, y vió algo insólito.
El semblante del viejo tribuno manteníase con su aus-