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QUO VADIS

—Empero, no deja de ser admirable la habilidad de esas gentes para ganarse prosélitos y el modo cómo se extiende su secta.

—Sí,—contestó Vinicio, con tanto fervor, como si ya estuviera bautizado;—existen miles y decenas de miles en Roma, en todas las ciudades de Italia, en Grecia y en el Asia. Cristianos hay en las legiones, y entre los pretorianos, y los hay en el propio palacio del César. Esclavos y ciudadanos, ricos y pobres, plebeyos y patricios confiesan la nueva fe. ¿No sabes que los Cornelios son cristia nos, que es cristiana Pomponia Graecina, que lo fué probablemente Octavia, y que Actea lo es? Sí, esas enseñanzas pronto se extenderán por el mundo entero, y son acaso las únicas que puedan cambiar su faz. Y no te encojas de hombros, porque, ¿cómo sabes si al cabo de un mes, ó al cabo de un año, no querrás también tú recibirlas?

—Yo?—dijo Petronio.—¡No, por el hijo de Leto! No las he de recibir, si bien contuviesen ellas la verdad y la sabiduría de todos los dioses y de todos los hombres! Eso requiere dedicación, trabajo, y á mí no me gusta el trabajo porque demanda abnegación de sí mismo, y yo no quiero negarme á mí mismo nada. Dada tu indole, comparada al fuego y al agua hirviente, bien puedes tú en ocasiones, sentirte inclinado á ello. ¿Pero yo? Yo tengo mis gemas, mis camafeos, mis vasos, mi Eunice. No creo en el Olimpo, pero me he arreglado uno para mi uso particular en la tierra; y he de seguir prosperando en él hasta que las flechas del divino arquero vengan á herirme, ó hasta que el César ordene que me abra las venas. Amo sobremanera el aroma de las violetas, y plácenme los goces y blanduras del triclinio. Amo aún á nuestros dioses, como sendas figuras retóricas, y amo la Acaya, á donde me preparo á encaminarme en compañía de nuestro grueso, perniflaco, incomparable, divino César, el Augusto Hércules, hostigador de las edades, Nerón.

Y no pudiendo reprimir su buen humor ante la sola