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QUO VADIS

iluminado el semblante por diabólica sonrisa, y dijo al fin: —Entonces te prometo que has de ser hoy mismo la esclava de Vinicio.

Y prosiguió su paseo, hermosa, pero con la hermosura de una deidad maligna.

Y á los oídos de Ligia y de Actea solo llegaron los gemidos de la niña que empezó á llorar sin saberse á la sazón porqué Llenáronse á la vez de lágrimas los ojos de Ligia; pero un instante después tomó la mano de Actea, y la dijo: —Volvamos. El auxilio ha de esperarse tan solo de Aquel que puede prestarlo.

Y tornaron al atrium, del cual no salieron hasta la tarde. Cuando por fin obscureció y los esclavos trajeron hachas que despedían grandes llamas, la joven y Actea se veían muy pálidas. Su conversación languidecía de momento en momento. Ambas hallábanse pendientes del más leve ruído y á la espectativa de quien pudiera venir.

Ligia una y otra vez repetía que, si bien la apenaba dejar á su amiga, prefería que se verificara todo en esa noche, pues Ursus debía ya estarla esperando en medio de sus sombras. Y su respiración hacíase más acelerada y fuerte por la emoción.

Actea reunió febrilmente cuantas joyas pudo, y atándolas en un extremo del peplo de Ligia, pidióle no rechazara ese obsequio suyo que á la vez constituiría uno de los medios de su fuga.

Por momentos sobrevenía un profundo silencio entre ambas, silencio lleno de alucinaciones del oído. En efecto, á las veces parecíales, ó que habían sentido hablar en voz baja detrás de la cortina, ó que llegaba hasta ellas, primero el llanto lejano de un niño; después, un lúgubre ladrar de perros.

De pronto movióse sin ruído la cortina de la entrada y un hombre alto y moreno, de rostro señalado por huellas