anciano á quien había dado un empellon cuando llevaba en brazos á Ligia.
El tercero, que le era completamente desconocido, le sostenía el brazo y lo estaba tentando desde el codo hasta el omoplato.
Esto causaba tan terrible dolor á Vinicio, que se imaginó estaban tomando en él esa especie de venganza, y dijo con los dientes apretados: —¡Mátenme pronto!
Pero ellos, al parecer, no hicieron alto en sus palabras, cual si no las hubieran oido ó las tomasen como lamentos propios del que sufre algún gran dolor.
Ursus, con su semblante á la vez intranquilo y amenazador de bárbaro, tenía en la mano un envoltorio de lienzo blanco despedazado en largas tiras.
El anciano dirigiéndose á la persona que apretaba el brazo de Vinicio, dijo: —Glauco, ¿estás seguro de que la herida de la cabeza no es mortal?
—Sí, digno Crispo,—contestó Glauco.—Hallándome al servicio de la escuadra en calidad de esclavo y despues, durante mi residencia en Nápoles, curé muchas heridas y con lo que en esa ocupación gané pude por fin rescatarme á mí mismo y á mis deudos. La herida de la cabeza es leve.
—Cuando éste,—agregó indicando á Ursus con un ademán, —arrebató á la niña de los brazos del joven, lo empujó contra la muralla. El joven entonces, al caer, estendió el brazo, evidentemente para resguardarse con él; así fue como se lo fracturó y desarticuló, pero de esa manera tambien salvó la cabeza y la vida.
—Tú tienes á más de uno de nuestros hermanos á tu cargo, añadió—Crispo y gozas de la reputación de hábil médico; por eso envié á Ursus á buscarte.
—Si, Ursus; quien me confesó en camino que ayer había estado dispuesto á matarme.