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ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran bracero de carbon encendido. Luego, el capataz mayor dió órden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los últimos preparativos. Todo quedó listo en un momento. Despues de ensayar si la puerta cerraba bien i miéntras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se habia bajado hacia poco, i, desde el umbral, lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto contínuo la hoja de un puntapié, i volviendo las espaldas echó a correr hácia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fuí el primero en llegar al ascensor i aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazon en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.

No hacia diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo estraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, i algo mui grave debia ser lo que ocurria abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos mas altos que ellos, ningun detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de jente. Los que salian eran rodeados i acosados a preguntas, que oíamos perfectamente:

—¿Qué hai, qué pasa?

Pero los pobres diablos no podian contestar, porque una estraña tos los sacudia de pies a cabeza.