je en dia de tormenta i el corazon le golpeaba adentro con acelerado i vertijinoso martilleo.
El mozo enardecido le decia tiernamente:
—¡Rosa! ¡Vida mia! ¡Mi linda paloma!
La jóven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas, impregnada de pasion. La rijidez de sus brazos aflojábase poco a poco i a medida que sentia aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro, retrocedia, echando atras la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró entonces los ojos, i el muchacho con la suya hambrienta recojió en la fresca boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios mas encendidos que un manojo de claveles i mas dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre.
Un paso pesado que hacia crujir la escalera hizo apartarse bruscamente a los aman-