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Ricardo Palma

Teresa Méndez era en 1826 una preciosa joven de veintiún años, de ojos grandes, negros, decidores, labios de fuego, brevísima cintura, hechicero donaire, todas las gracias, en fin, y perfecciones que han hecho proverbial la belleza de las limeñas. Parece que me explico, picarillas, y que soy lo que se llama un cronista galante.

Viuda de un rico español, se había despertado en ella la fiebre del lujo, y su casa se convirtió en el centro de la juventud elegante. Teresa Méndez hacía y deshacía la moda.

Su felicidad consistía en tiranizar á los cautivos que suspiraban presos en el Argel de sus encantos. Jamás pudo amartelado galán va nagloriarse de haber merecido de ella favores que rovelan predilección por un hombre. Teresa era una mezcla de ángel y demonio, una de aquellas mujeres que nacieron para ejercer autocrático despotismo sobre los que las rodean; en una palabra, pertenecía al número de aquellos scres sin corazón que Dios echó al mundo para infierno y condenación de hombres, Robertson conoció á Teresa Méndez en la procesión de Corpus, y desde ese día el arrogante marino la echó bandera de parlamento, se puso al habla con ella y se declaró buena presa de la encantadora limeña. Ella empleó para con el nuevo adorador la misma táctica que para con los otros, y un día en que Robertson quiso pecar de exigente obtuvo de los labios de cereza de la joven este categórico ultimátum:

—Pierdo usted su tiempo, comandante. Yo no porteneceré sino al hombre que sea grande por su fortuna ó por su posición, aunque su grandeza sea hija del crimen. Viuda de un coronel, no acepto á un simple comandante.

Robertson se retiró despechado, y en su exaltación confió á varios de sus camaradas el éxito de sus amores.

Pocas noches después tomaba te en casa del capitán de puerto del Callao, en unión de otros marinos, y como la conversación rodase sobre la desdeñosa limeña, uno de los oficiales dijo en tono de chanza:

—Desde que la guerra con los chapetones ha concluído, no hay esperanza de que el comandante logre enarbolar la insignia del almirantazgo.

En cuanto á hacer fortuna, la ocasión se le viene á la inano. Dos millones de pesos hay á bordo de un bergantin.

Robertson pareció no dar importancia á la broma y se limitó á preguntar:

—Teniente Vicyra, ¿cómo dice usted que se llama ese barco que tiene millones por lastre?

—El Peruvian, bergantín inglés.