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Tradiciones peruanas

constantemente le había propuesto su generoso y bravo adversario. Hablando de esta guerra, dice Garcilaso que fué la más sangrienta que los Incas habían tenido hasta entonces, Basta de digresión y volvamos al cacique de Mansiche.

D. Antonio, cuyo padre había aceptado con entusiasmo el nuevo culto, se entregó también fervorosamente á las prácticas devotas. El cacique, lejos de vivir con el fausto de sus antepasados, hacía ostentación de pobreza, y trabajaba personalmente en el cultivo de unas pocas fanegadas de terreno.

Por entonces, y ejerciendo el oficio de buhonero, hacía un joven español frecuentes viajes de Lima á Trujillo. Garci—Gutiérrez de Toledo, que tal era su nombre, era huésped obligado del cacique, á quien siempre ob sequiuba con lo mejor de su pacotilla. El trato engendra cariño, y el indio llegó á experimentarlo muy cordial por el buhonero español, Garci—Gutiérrez de Toledo, que alcanzó á ser padrino de dos de los hijos del cacique.

Mal pergeñado venía todas las tardes el vendedor do baratijas á casa de su compadre. El español era ambicioso, y su comercio no prometía sacarlo nunea de pobre. D. Antonio le aconsejaba perseverancia y resignación, pero su consejo era sermón perdido. Garci—Gutiérrez deseaba monedas y no palabras.

Una noche platicaban los dos compadres, al rayo de la luna, en la puerta de la choza del cacique. El español estaba de un humor endiablado y maldecía de su fortuna. Do pronto lo interrumpió D. Antonio diciéndole:

—Pues bien, compadre: ya que fundas tu felicidad en el oro, voy á hacerte el hombre más rico del Perú. Pero júrame no enorgullecerte con tu cambio de fortuna, ejercer la caridad con los pobres y aplicar la cuarta parte del tesoro con que voy á brindarte al culto de Dios y de su Santa Madre. Ten sobre todo en acuerdo, compadre, que nadie hostiliza á la araña mientras ella se está quieta urdiendo su tela en la pared; pero cuando la araña se aventura á pasear por las alfombras, todos se disputan la satisfacción do aplastarla con el pie.

Garci—Gutiérrez pensó, en el primer momento, que su compadre el cacique se burlaba; pero la codicia se sobrepuso en su ánimno á todo recelo, y juró por Cristo señor nuestro y por la porción que le estuviera reservada en el paraíso llenar las condiciones que D. Antonio le imponía.

El viajero que por el lado del mar se dirija hoy á Trujillo, verá á dos millas de distancia de la ciudad las ruinas de una gran población de la época de los Incas. Esas ruinas fueron la capital del Gran Chimu.

D. Antonio condujo al español á una hudea, escondida en el laberiuto de las ruinas, y después de separar grandes piedras que obstruían la entrada, encendió un hachón, penetrando los compadres en un espacio donde se veían hacinados ídolos y objetos de oro macizo.