Página:Tradiciones peruanas - Tomo I (1893).pdf/223

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
217
Ricardo Palma

morable en la vida de la mujer, pues á ninguno de los galanes alentaba ni con la más inocente coquetería. Pero, como cuando menos se piensa salta la liebre, sucedió que la niña fué el Jueves Santo con su dueña y un paje á visitar estaciones, y del paseo á los templos volvió á casa con el corazón perdido. Por sabido se calla que la tal alhaja debió encontrársela un buen mozo.

Así era en efecto. Claudia acertó á entrar en la iglesia de Santo Domiago, á tiempo y sazón que salía de ella el virrey con gran séquito de oidores, cabildantes y palaciegos, todos de veinticinco alfileres y cubiertos de relumbrones. La joven, para mirar más despacio la lujosa comitiva, se apoyó en la famosa pila bautismal que, forrada en plata, forma hoy el orgullo de la comunidad dominica; pues, como es auténtico, en la su sodicha pila se cristianaron todos los nacidos en Lima durante los primeros años de la fundación de la ciudad. Terminado el desfile, Claudia iba á mojar en la pila la mano más pulida que han calzado guantecitos de medio punto, cuando la presentaron con galantería extremada una ramita de verbena empapada en el agua bendita. Alzó ella los ojos, sus mejillas se tiñeron de carmín y..... ¡Dios la haya perdonado! se olvidó de bacer la cruz y santiguarse. ¡Cosas del demonio!

Había llegado el cuarto de hora para la pobrecita. Tenía por delante al más gallardo capitán de las tropas reales. El militar la hizo un saludo cortesano, y aunque su boca permaneció muda, su mirada habló como un libro. La declaración de amor quedaba hecha y la ramita de verbena en manos de Claudia. Por esos tiempos, á ningún desocupado se le había ocurrido inventar el lenguaje de las flores, y éstas no tenían otra significación que aquella que la voluntad estaba interesada on darla.

En las demás estaciones que recorrió Claudia, encontró siempre á respetuosa distancia al gentil capitán, y esta tan delicada reserva acabó de cautivarla. Podía aplicarse á los recién flechados por Cupido esta conceptuosa seguidilla:

No me mires, que miran que nos miramos; miremos la manera de no mirarnos.

No nos miremos, y cuando no nos miren nos miraremos.) Ella, para tranquilizar las alarmas de su pudibunda conciencia, podía decirse como la beata de cierta conseja:

«Conste, Señor, que yo no lo he buscado; pero en tu casa santa lo he encontrado. »