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Tradiciones peruanas

pasos de él y de pie junto á un escaño se hallaban el secretario y el capitán de la escolta.

À pesar de la semiosbcuridad del templo, llamó la atención del último un bulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, la misteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel del virrey; y acogotando á éste con la mano izquierda, lo arrojó al suelo, á la vez que en su derecha relucía un puñal.

Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, que con la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por la muñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro del joven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontraban en la iglesia, lograron quitarle el arma.

Aquel hombre era Juan de Villegas.

Prófugo de presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarlo.

Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde D. Rodrigo de Odría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.

—¡Lástima de pícaro!—decía al pie del patíbulo D. Rodrigo á su alguacil—¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que este bellaco había de acabar muy alto?

—Con perdón de usiria—contestó el interpelado, que ese palo es de poca altura para el merecimiento del bribón,