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Tradiciones peruanas

crática cajilla, no quiso seguir transigiendo con el recalcitrante avaro, y poniéndose de pie le dijo:

—Lárguese usted antes que se me acaben la paciencia y el tabaco, II En mi concepto, el duque de la Palata, descendiente de los reyes de Navarra y miembro del Consejo de Regencia durante la minoridad de Carlos II, fué (acépteseme la frase) el virrey más virrey que el Perú tuvo. Y tanto que por sí y ante sí hizo conde de Torreblanca en 1683 á D. Luis Ibáñez de Segovia y Orellana, y hecho conde se quedó, porque el monarca se conformó con morderse las uñas. Ni antes ni después virrey alguno se atrevió á tanto.

Precedido de gran renombre y de inmenso prestigio y fortuna, efectuó su entrada en Lima el 20 de noviembre de 1681, siendo recibido por el Cabildo con pompa regia, bajo de palio y pisando sobre barras de plata.

Instalado en palacio, desplegó el lujo de un pequeño monarca, implantó la etiqueta y refinamientos de una corte, y pocas veces se le vió en la calle sino en carruaje de seis caballos y con lucida escolta.

Sus armas eran las de los Rocafull: escudo cuartelado; el primero y el último en gules, con un riquete de oro; el segundo y tercero en plata, y una corneta de sable; bordura de oro con cordones de gules, y cuatro calderos de sable.

Ningún virrey vino provisto de autorizaciones más amplias para gobernar, pero tarnbién ninguno fué más que él sagaz, laborioso, justificado, enérgico y digno del puesto. Ninguno—escribe un historiador—habría podido decir con más razón que él á los que trataran de oponérsele en nombre de las leyes divinas y humanas: «Dios está en el cielo, el rey está lejos y yo mando aquí.» El duque de la Palata fué en el Perú punto menos que el rey; pero fué punto más que todos los virreyes sus antecesores.

Sólo él pudo meter en vereda á las Audiencias de Panamá, Quito, Charcas y Chile, reprimiendo sus abusivos procedimientos.

Los piratas traían alarmado el país con sus extorsiones y desembarcos en Guayaquil, Paita, Santa, Huaura, Pisco y otros lugares de la costa, y con el continuo apresamiento de naves mercantes que con caudales iban á Panamá ó á la feria del Portobelo. El virrey empezó por ahorcar en Lima á cuanto pirata encontró en la cárcel, siendo uno de ellos el célebre Clerk, que por salvar del suplicio se había fingido sacerdote, exhibiendo papeles con los que pretendió probar que se llamaba fray José de Lizarraga. En seguida equipó las flotas, que después de diversos com-