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Tradiciones peruanas

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy lo adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita á las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plona tiniebla con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de hacienda ajena y de la gente dada á amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Pionsa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.

Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas colocadas al pie de las efigies y sintiendo el vuelo y el graznar fatídico de esas aves quo anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemne á la vez, y que por ello tengo á los sacristanes y monaguillos en opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de la cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la independencia!

Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodia, envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar, y salió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.

Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse la renovación de la Forma, vino á descubrirse el robo. Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíos, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsoquio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal ora también de oro y admirable como obra de arte, no despertó la codicia del ladrón.

Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del Diario de Lima en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de penitencia, sermón sobre el texto de David: Exurge, Domine, et judica causam tuam, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron los coliseos y el duelo fué general cuando, corriendo los días sin descubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al tremendo resorte do leer censuras y apagar candolas.

Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenado su deber, dictando todas las providencias que en su arbitrio estaban para