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Ricardo Palma

BICARDO PALMA —Señor oficial! Anuncie usted á su excelencia que pontifico.

Y se dirigió resueltamente á la sacristía, de donde salió en breve revestido.

Y lo notable del cuento es que lo hizo como lo dijo.

IV

DONDE LA POLLA EMPIEZA Á INDIGESTARSE 319 Dejamos á la imaginación de nuestros lectores calcular el escándalo que produciría la aparición del arzobispo en el altar mayor, escándalo que subió de punto cuando lo vieron consumir la divina Forma. El virroy no desperdició la ocasión de esparcir la cizaña en el pueblo, con el fin de que la grey declaraso que su pastor había incurrido en flagrante sacrilegio.

¡Bien se barrunta que su excelencia no conocía á esa sufrida oveja que se llama pueblo! Los criollos, después de comentar largamente el suceso, se disolvían con esta declaratoria, propia del fanatismo de aquella época:

—Pues que comulgó su ilustrísima después de almorzar, licencia tendría de Dios.

Acaso por estas quisquillas se despertó el encono de la gente de claustro contra el virrey Manso; pues un fraile, predicando el sermón del Domingo de Ramos, tuvo la insolencia de decir que Cristo había entrado en Jerusalén montado en un burro manso, bufonería con la que croyó poner en ridículo á su excelencia.

Entretanto, el arzobispo no dormía, y mientras el virrey y la Real Audiencia dirigían al monarca y su Consejo de Indias una fundada acusación contra Barroeta, ésto reunía en su palacio al Cabildo eclesiástico. Ello es que se extendió acta de lo ocurrido, en la que después de citar á los santos padres, de recurrir á los breves secretos de l'aulo III y otros pontífices y de destrozar los cánones, fué aprobada la conducta del que no se paró en pollas ni panecillos, con tal de sacar avante lo que se llama fueros y dignidad de la Iglesia de Cristo. Con el acta ocurrió el arzobispo á Su Santidad, quien dió por bueno su proceder.

El consejo de Indias no se sintió muy satisfecho, y aunque no increpó abiertamente á Barroeta, lo tildó de poco atento en haber recurrido á Konua sin tocar antes con la corona. Y para evitar que en lo sucesivo se renovasen las rencillas entre las autoridades política y religiosa, creyó conveniente su sacra real majestad trasladar á Barroeta á la silla archiepiscopal de Grana la, y que se encargase de la de Lima el Sr. D. Diego del Corro, que entró en la capital en 26 de noviembre de 1758 y murió en Janja después de dos años de gobierno.