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Ricardo Palma

se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tecnicismo burocrático se llama buscas legales.

Forzoso es decir que Beneclicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró á hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, diciéndole: «Perdono, hermano, y toque á otra puerta, que lo que es en esta no se da posada al peregrino.» Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, haIló á Fortunato en el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo debió parecerle música celestial, le dijo:

—Buenas noches, vecino.

El plumario, que era mozo muy gran socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa: «Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para con las hembras, y á la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más recurso que darse por derrotada.» Yo domino de todas la arrogancia, conmigo no hay Sagunto ni Numancia......

Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios á la costurera hasta la puerta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, á fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano.

La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entro ruborosa y complacida, murmurase un «Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona.» Suponemos que esto ó cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación á solas con una chica como un piñón de almendra. El estuvo apasionado y decididor:

«Las palabras amorosas son las cuentas de un collar, en saliendo la primera salen todas las demás. » Ella, con palabritas cortadas y melindres, dió á entender que su corazón no era do cal y ladrillo: pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, había que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en que casi siempre todo el naipe se vuelve malillas. El juró, por un centenario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás