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Ricardo Palma

la galería de palacio, y el Ilmo. Las Heras, con el cabildo eclesiástico, mostrábase en los balcones de la casa arzobispal.

En las barandas de los portales estaba lo más granado de la aristocracia limeña, así damas como caballeros, y el pueblo ocupaba andamios colocados bajo la arquería de los portales y gradas de la catedral.

Pasando por alto la descripción del toril, situado en la esquina de Julios, el lujo de las enjalmas, adornos de la plaza, distribución de la cuadrilla y otras menudencias, que no es mi ánimo escribir un relato circunstanciado de la función, vengamos al quinto toro.

Era éste el famoso Relámpago, gateado, de Retes, enjalma carmesí bordada de plata, obsequio del gremio de pasamaneros.

Recibiólo Casimiro Cajapaico en un alazán tostado, raza del Norte (Andahuasi), y le sacó cuatro suertes revolviendo y dos á la carrera.

Entró Juanita Breña, en un zaino manchado, raza de Chile, y le dió tres suertes, sentando el caballo en la última para esperar nueva embestida. ¡Por la encarnación del diablo que se lució la china!

A ésta, como á Cajapaico, le arrojaron de todas las barandas muchísimos pesos fuertes y aun monedas de oro.

Después que los chulos se desempeñaron bastante bien, mandó el ayuntamiento tocar banderillas. Cantoral le clavó con mucha limpieza y á volapié, á topacarnero ó al quiebro, que de ello no estoy seguro, un par de rehiletes de fuego en el cerviguillo.

Tocaron á muerte, y armado de estoque y bandola se presentó Lorenzo Pizí, vestido de morado y plata, Encaminóso á la galería del virrey, y después de brindarle el toro con la frase «por vuecencia, su ascendencia, descendencia y toda la noble concurrencía,» tomó pie frente á las gradas y á seis varas del pilancón que por ese lado tenía la monumental fuente de la plaza.

Fray Pablo, que asistía á la lidia desde uno de los andamios del portal de Botoneros, se puso á gritar desaforadainente:

—Quítate de ahí, negro jovero, que no tienes vuelo! Acuérdate de la lección y no me vayas á dejar feo.

Pero Lorenzo Pizí no tuvo tiempo para atender observaciones y cambiar de sitio; porque el gateado, que era pegajoso y ligero de pics, se le vino al bulto, y después del primer pase de muleta, sin dar espacio al unatador para franquear el pilaneón y ponerse del lado del cuerno tuerto, revolvió con la rapidez de su nombre y en los pitones levantó ensartado el matachín.

Un grito espantoso, lanzado á la vez por quince mil bocas, resonó en la plaza, sobresaliendo la voz del mercedario.

—¡Zapateta! ¿No te lo dije, negro bruto? ¿No te lo dije?—y terciándose la capa brincó del andamio y á todo correr se dirigió al pilancón.