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Tradiciones peruanas

lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.

En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.

Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración ó avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrarie dad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de aquellos á quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar á todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.

Preocupalo con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, á inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada, San Martin tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del problema. » El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes. Entendióse con él San Martín, y el alfarero se comprometió á fabricar una olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la trampa.

El indio hacía semanalmente un viajecito á Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre ó cobre estañado. Entre estas últimas y sin diforenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturalidad á los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes e¡viva el rey! ¡muera la patria!» ¿Quién demonios iba á imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política?