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Tradiciones peruanas

ban ya expediente para constatarlo y transmitirlo más tarde á Roma.

¡Quizás el calendario, donde figuran Tomás de Torquemada y Domingo de Guzmán, se iba á aumentar con un nombre!

Y el pueblo, el sencillo pueblo creía firmemente en la santidad de aquel á quien, durante muchos años, había visto cruzar sus calles con un burdo sayal de penitente, crecida barba de anacoreta, alimentándose de hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera, como para tener siempre á la vista el deleznable fin de la mísera existencia humana. Y ¡lo que pueden el fanatismo y la preocupación! Muchos de los circunstantes afirmaban que el cadáver despedía olor á rosas.

Pero cuando ya se había terminado el expediente y se trataba de sepultar en la iglesia al difunto, vínole en antojo á uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus apretados dientes encontró un pequeño pergamino sutilmente enrollado, al que dió lectura en público. Decía así:

«Yo, D. Juan de Toledo, á quien todos hubisteis por santo, y que usé hábito penitencial, no por virtud, sino por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que habrá poco menos de veinte años que, por agravios que me hizo D. Martín de Salazar en menoscabo de la honra que Dios me dió, le quité la vida á traición, y después que lo enterraron tuve medios de abrir su sepultura, comer á bocados su corazón, cortarle la cabeza, y habiéndole vuelto á enterrar me llevé su calavera, con la que he andado sin apartarla de mi presencia, en recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios le haya perdonado y perdonarıne quiera!»» Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres minutos antes encontraban olor á rosas en el difunto se esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de Toledo éstaba putrefacto y nauseabundo y que no volverían á fiarse de las apariencias.

(1861)