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mento tan pensativa que se diría que trataba de recordar algo lejano y querido.

—Debía usted pasar el invierno en la ciudad; su belleza de usted no tardaría en llamar la atención, y pronto encontraría usted lo que echa de menos... Porque muchos hombres sentirían un gran deseo de llamarla su mujer—dijo lenta y dulcemente el catedrático, fijos los ojos en el rostro de la muchacha.

—¡Pero tendría yo que permitírselo!

—Usted no puede prohibir a los hombres que lo deseen.

—Eso sí... Pueden desear todo lo que quieran.

Anduvieron algunos minutos en silencio. Ella miraba soñadoramente a lo lejos. El contaba maquinalmente las manchas de barro de su bata.

Eran siete: tres grandes, que parecían estrellas; dos en forma de comas, y una como una pincelada. Por su color negro y su disposición sobre la blancura de la bata, tenían un significado para él; pero no sabía cuál.

— Ha estado usted alguna vez enamorado?—preguntó ella de pronto con acento grave.

— Yo?—respondió él estremeciéndose. Sí; pero... hace mucho tiempo... cuando era un muchacho.

—Yo también he estado enamorada... Hace mucho tiempo...

—¿Y quién era él?—preguntó el joven sabio con naturalidad, arancando una rama y tirándola al punto.