los asombrados pero rectos geólogos ingleses y franceses, la existencia del primitivo habitante que vivió allí en épocas ya perdidas en la oscuridad de las edades geológicas. Su revelación por el inmortal, pero modesto Boucher de Perthes, contestada por unos, aceptada por otros, había recibido la más brillante comprobación.
Las huellas de esa marcha progresiva a la perfección, efectuada por medio y a impulsos de la lucha por la existencia, estaban marcadas en las más apartadas y misteriosas soledades, por obras portentosas, hijas del espíritu humano.
Los gobiernos y corporaciones científicas, que de un siglo a esta parte, se habían apresurado a reunirlas en grandiosos templos, dieron entonces nueva actividad a las investigaciones en su busca.
El eco de ellas llegó a Buenos Aires, reforzado para mí, por los consejos alentadores del profesor Pablo Broca, uno de los sabios más modestos y eminentes de la Francia, que había consagrado su poderoso talento al engrandecimiento y a la divulgación de la nueva ciencia, la Antropología, que, puede definirse como Historia de la formación y evolución del hombre.
Desde entonces, mi mayor anhelo fue contribuir con mi humilde concurso a esos adelantos. Fruto de mis tareas ha sido la colección que he formado y que he tenido la honra de donar para fundar «El Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires», del que soy director.
Para mí, el suelo austral, árido y triste, tenia grandes atractivos después de mi primer visita.
No bastaba estudiar las generaciones extinguidas que el tiempo había sepultado en el litoral marítimo patagónico. Era necesario compararlas con las tribus que las sucedieron en la posesión del territorio y al efecto debía visitarlos en persona. Vivir con los indígenas en sus mismos reales