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y el paredón geológico a pique, no permite que cerca de ella lo costeen hombres; el río lleva una velocidad de ocho millas. Embarco toda la gente y sólo quedamos yo y Abelardo en tierra; Isidoro va conduciendo los caballos a través del valle. Hago que Abelardo monte la briosa yegua, que es la que destino para los pasos difíciles, ponemos toda la cuerda disponible y ¡adelante! He embarcado a todos porque en este punto, si no se está prevenido, el bote puede zozobrar y perderse irremediablemente; además, en caso de que la soga se corte, el bote arribará a la costa contraria y la sirga tendrá que buscar camino por allí. También, lo confieso, veo serio peligro en llevar la cuerda por sobre la meseta; el caballo debe ir retirado del borde de ella, lo menos cinco metros, y la gran inclinación de la soga, vista la gran altura a que la llevamos (más de 100 pies) hace que roce los cantos de la muralla y, que se enrede en las matas o grietas verticales del abismo. Hay que seguirla para impedir estos estorbos y el menor descuido puede lanzar al agua (es decir a la muerte) a quien haga este trabajo.

Hemos subido a la meseta y he principiado mi trabajo; los esfuerzos son grandes, mi corazón parece querer estallar y el pañuelo mojado que llevo en la frente se calienta, tanta es la sofocación que me produce el ascenso con la cuerda. El bote se desliza con trabajo, pero adelanta, la valerosa yegua no afloja y resuella con fuerza al adelantar inclinada, pero la muralla se resiste, no se deja vencer fácilmente; de pronto, la correntada es tan fuerte, que el bote arrastra el remolque y no hay más remedio que largar la cuerda; esta silba, chicotea las piedras, pero no me envuelve. El bote, sintiéndose libre, ha remolineado, el torbellino de la correntada lo ha hecho girar, pero obedece al brazo fuerte del buen Estrella, que no deja el ti-