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Sintiéndose entre sus fieles, Jesús respira y habla. Cuenta la glorificación de Dios, y añade: «Adonde yo voy vosotros no podéis venir : lo mismo digo ahora a vosotros». Simón Pedro prorrumpe : «¿Por qué no te puedo seguir ahora? Mi alma pondré por ti». Invisible tristeza cae sobre los hombros del Maestro : «En verdad te digo, que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces.»

El día agoniza y la angustia oprime los corazones. En la luz declinante hay algo que muere para siempre. El discípulo amado oye, y sin adivinar todo, inclina su cabeza. Llega el gran instante. La celebración antigua va a ser abolida. Jesús bendice el pan, lo parte, y lo da a sus discípulos, diciendo: «Tomad, este es mi cuerpo». Y elevando el cáliz: «Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que por muchos será derramada». La presencia real triunfa y la Eucaristía está instituida. He aquí la nueva Pascua. El Cordero espiritual reemplaza al del festín, un Dios se oculta en el misterio del pan, cambiado bajo idénticas apariencias.

Le queda al Maestro enunciar sus postreras recomendaciones. Juan nos ha dejado ese largo discurso que sólo esbozan los sinópticos. Entre