Peñas arriba/Capítulo IX

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Capítulo IX

Desde que le había conocido, poco más que de vista, en casa de mi tío, sentía yo gran deseo de echar un párrafo a mi gusto con el médico de Tablanca; porque se me antojaba que en aquel mozo había más «cantera» de la que se halla en el tipo usual y corriente de los hombres de su edad y circunstancias. Y resultó la cantera a los primeros desbroces; a flor de tierra, como quien dice.

Como me había visto acercarme a su casa, salió a recibirme hasta el portal con una ropilla casera, poco más que de verano, a pesar de la frescura invernal del ambiente que corría; pero con buenos abrigos de carne blanca y rolliza que le asomaba en ronchas por los puños recogidos de su camisa de dormir y por encima del leve cuello de la americana. Condújome escalera arriba por una de pocos tramos; después, por un pasadizo corto, y, por último, me introdujo en una salita con solana y gabinete, la cual, por los muebles y los libros que contenía, supuse desde luego que le serviría de despacho. Sentámonos frente a frente en cómodos, aunque no ricos ni elegantes sillones, con una mesita entre los dos, cargada de papelejos, una plegadera, cajas de fósforos llenas y desocupadas, cenicero con colillas, una petaca de suela y una bolsa abierta de cirugía; y hubo primeramente las vaguedades acostumbradas en toda visita; después fumamos, sin dejar de hablar del tiempo, por lo inusitado de su relativa templanza, ni del juicio que iba formando yo de aquella tierra, para mí desconocida hasta entonces; luego tocamos el punto de las condiciones higiénicas del valle; y por este resquicio salió a relucir la quebrantada salud de mi tío Celso, sobre la cual tenía yo muchos deseos de hablar con el mediquillo aquél.

Es más difícil de lo que parece mostrar ingenio, discreción, tino y, sobre todo, arte en las trivialidades y pequeñeces que son el tema obligado a los comienzos de esas visitas «de cumplido» que todos hacemos, que hace todo el mundo. Es más fácil ganar una batalla campal que entrar a tiempo y bien entonado en esas insustanciales sinfonías de la comedia que va a representarse después. Yo tengo el valor de declarar, por lo que a mí concierne, que casi siempre que me veo en esos trances, entro a destiempo y desafinado, y que cuanto más me empeño en enmendar las pifias, peor lo pongo. Pero válgame el consuelo de que llevo vistas mayores torpezas que las mías y hasta enormes inconveniencias y sandeces donde menos eran de esperarse por la calidad refinada de los actores. Pues bien: precisamente en ese mismo peligroso trance fue donde empecé yo a vislumbrar la «cantera» de aquel mozo, despechugado y casi en ropas menores, mediquillo simple de una aldehuela sepultada entre montes, en presencia de un elegante de Madrid, harto de correr el mundo de los ricos desocupados; y no seguramente por lo que me dijo ni por lo que hizo, sino por todo lo contrario: por lo que se calló y por lo que no quiso hacer, o mejor todavía, por lo bien que supo callarse y estarse quieto, y escoger lo que me dijo y el modo de decirlo. Todo el mundo tiene afán de ser un poco agudo, un poco gracioso y hasta un poco travieso delante de las gentes, y de ahí las necedades y las inconveniencias; y casi a nadie se le ocurre ser sincero, con lo cual, buena educación y una pizca de sentido común, hay la garantía de no «quedar mal» allí ni en ninguna parte, que no es garantía floja en los tiempos esencialmente comunicativos que alcanzamos. Pues cabalmente la sinceridad, y en su más alto grado, acompañada de un buen entendimiento, fue lo primero que yo eché de ver en el mediquillo de Tablanca.

Hablando de la enfermedad de mi tío, me dijo que era mortal de necesidad. Consistía... (y aquí se detuvo risueño como para pedirme perdón por las palabrotas que iba a soltar) en una dilatación cardiaca... un estado asistólico...

-En castellano corriente -añadió con un gesto y un ademán muy naturales y expresivos-, es la máquina vieja cuyo organismo empieza a descomponerse. Se entorpeció la rueda del corazón como pudo entorpecerse otra de las principales. Por alguna de ellas había de empezar la inevitable ruina. Cuándo se consumará ésta, cuándo se parará la máquina, no es posible calcularlo a fecha fija ni por mí ni por los que sepan de esas cosas más que yo: lo mismo puede pararse dentro de seis meses que en este instante. Lo indudable es que hay máquina para muy poco tiempo.

Aunque de ello estaba yo bien persuadido, la confirmación de mis sospechas por labios tan autorizados me produjo un efecto muy penoso. Aparte de los vínculos de sangre que me unían a don Celso, había en él prendas personales que le hacían muy pegajoso al cariño de los que le trataban.

Hablando de su enfermedad, se trató de otras análogas y de otras muchas que, sin parecerse a ellas, tenían, sin embargo, el mismo funesto desenlace: la muerte del enfermo; y ya en este camino, fuimos a parar al consabido «desaliento» de los doctos en el «arte de curar» en cuanto cotejan y comparan los recursos de su ciencia con las míseras condiciones físicas del hombre; sólo que el mozo aquél, al convenir conmigo en la ineficacia de la medicina en la mayor parte de los casos de apuro, no se llevó las manos a la cabeza, ni renegó de la incapacidad humana, ni mostró esperanza alguna de que ya irían arreglando poco a poco esas dificultades «los héroes y los mártires de la ciencia»: al contrario, sin negar que estudiando mucho podía averiguarse algo más de lo que se sabía en la materia, dio los fracasos actuales, y aun los venideros, por cosa necesaria y con los cuales ya contaba él al empezar sus estudios; es decir, que no le noté la menor chispa de entusiasmo por su profesión, ni el menor síntoma de desencanto al tocar en la práctica de ella sus deficientes recursos. Declaróme honrada y lealmente que así era la verdad; y con esto y un poco de astucia mía, fuimos entrando paso a paso en el terreno a que yo deseaba conducirle, o mejor dicho, fui sabiendo de él todo lo que necesitaba para acabar de conocerle «por dentro».

Era nativo de Robacío (igual que Chisco), y su padre, don Servando Celis, un señor por el arte de mi tío Celso, había deseado que se hiciera médico, porque ya tenía otro hijo, el mayor, estudiando Leyes en Valladolid. A él, que estudiaba tercero del bachillerato en Santander, lo mismo le daba. No sentía aversión ni apego a ninguna carrera literaria o científica: todos sus cinco sentidos los tenía puestos en el terruño natal. Esto no se lo decía a nadie; pero lo sentía, y muy hondo. Por este lado hasta se había alegrado de la elección de carrera hecha por su padre, porque la de médico era quizás la única compatible con sus aspiraciones y tendencias. Además, podían engañarle en esto las ilusiones de muchachos; y de todas suertes, su padre tenía mucha razón en sacarle de allí para darle una ocupación que, cuando menos, había de ilustrarle el entendimiento y ponerle en contacto con el mundo. En esta prueba, forzosamente había de manifestarse y triunfar su verdadera vocación. Y se sometió a ella hasta gustoso, no contando por tal la de su campaña de humanista en Santander, porque a aquella edad y encerrado en un colegio no se forma nadie cabal idea de esas cosas tan delicadas y complejas. Hecha la prueba durante siete años de estudios en Madrid, resultó lo que él esperaba: el triunfo definitivo de sus primeras inclinaciones.

-¿Está usted seguro -le dije siguiendo mi sistema de interrupciones y preguntas, para obtener más de lo que espontáneamente me ofrecía su agradable laconismo-, de haber puesto de su parte todo el esfuerzo que requería la empresa?

-¡Segurísimo! -me respondió sin vacilar; y añadió sonriéndose: Puedo jurarle a usted que en ese linaje de estudios aproveché bien el tiempo.

-Pues me parece muy extraño el resultado -repliqué-, juzgando de sus sentimientos por los míos.

-¿Por qué? -me interrogó muy serio.

-Porque no es eso lo usual y corriente entre mozos de las condiciones personales de usted; porque con ellas y en Madrid y en roce continuo con el mundo y sus golosinas, lo natural es que se las vaya tomando el gusto.

-No he dicho yo que me desagradaran -se apresuró a replicarme el médico-. Lo que hay es que esas golosinas, sin desagradarme, no me satisfacían, no me llenaban, y me dejaban siempre despierto el apetito de otra cosa más del gusto de mi paladar.

-Y ¿cuál era esa cosa, si puede saberse?

-Lo de acá, la tierra nativa.

-Pero ¡qué demonios puede usted hallar en ella de apetecible hasta ese punto! -exclamé entonces, verdaderamente asombrado.

-Lo que no hay en lo otro -me respondió al instante.

-Pues no lo entiendo -concluí.

-Ni es fácil -me dijo muy sosegadamente-, desde el punto de vista de usted, tan diferente del mío.

-Diferente -añadí-, según y conforme; pues, al cabo, se trata de un hombre que ha visto el mundo algo más que por un agujero, y de aquí mi asombro precisamente.

Me miró entonces el mediquillo con cierta insistencia recelosa, cambió dos veces de postura en el sillón, sonrióse un poco y me dijo al fin:

-¿Tacharía usted a un hombre, de los llamados cultos, porque hiciera coplas... de las buenas, se entiende, o pintara cuadros magistrales, copiados de la Naturaleza?

-No por cierto -respondí.

-Pues aquí, donde usted me ve -añadió acentuando la sonrisa, que ya picaba en maliciosa-, me atrevo a creerme algo poeta y un poco artista... a mi modo, por supuesto.

-Enhorabuena -repliqué-; y sin adularle, no hay en la noticia el menor motivo para que yo me maraville; pero ¿en qué se opone ella a lo que yo digo?

-Supóngame usted -prosiguió el médico, sin dejar de sonreír, pero más animoso y atrevido que antes-, supóngame usted con el delirio del más grande de los poetas y con la fiebre del más admirable de los pintores; pero suponga también (y en ello no supondrá más que lo cierto) que no sé hacer una mala copla ni coger los pinceles en la mano; suponga usted igualmente que, aunque me enamoran las buenas poesías y los hermosos cuadros, no satisfacen por completo las necesidades de esa especie que padezco yo, y suponga, por último, que en este valle mínimo, y en los montes que le circundan de cerca y de lejos, cuya visión continua le abruma y le entristece a usted, y en el conjunto de todo ello, con la luz que lo envuelve, espléndida a ratos, mortecina a veces, tétrica muy a menudo, dulce y soledosa siempre, y con los ruidos de su lenguaje, desde el fiero de la tempestad hasta el rumoroso de las brisas de mayo, y su fragancia exquisita nunca igualada por los artificios orientales, encuentro yo cada día, cada hora, cada momento, el himno sublime, el poema, el cuadro, la armonía insuperables, que no se han escrito, ni pintado, ni compuesto, ni soñado todavía por los hombres, porque no alcanza ni alcanzará jamás a tanto la pequeñez del ingenio humano: el arte supremo, en una palabra... ¿No halla usted en esta razón, poco más que esbozada, algo que justifique estas inclinaciones mías que tan inexplicables le parecen?

-Algo hay, en efecto -respondí-; pero no lo bastante, a mi entender -y añadí, dejándome llevar demasiado de mis instintos un tanto prosaicos-: porque todo ello es, al cabo, mera poesía.

-Ya le he dicho a usted -me replicó, como si se excusara en broma de una grave falta-, que tengo la debilidad de creerme algo poeta, aunque meramente pasivo; pero es lo cierto que eso, tan mal expresado por mí, y sea ello lo que fuere, es, algo más razonado y en escala mucho mayor, lo mismo que yo sentía de muchachuelo en mi lugar; lo que echaba de menos en Madrid, y lo que parece necesitar mi espíritu aldeano para vivir a su gusto. Concédame usted para mi pecado -añadió con ademanes de la más esmerada cortesía-, siquiera la tolerancia que no negará a los hombres cultos de las ciudades, apasionados de los buenos cuadros y de los buenos libros.

-Aun así, y usted perdone mi insistencia -observé con un tesón que no era todo sinceridad ni del mejor gusto-, no me sale la cuenta que usted se echa a sí propio. Esos hombres de la ciudad no viven constantemente entre sus libros y sus cuadros.

-Tampoco yo entre los míos -replicó el médico enseguida.

-Esos hombres -continué yo, aparentando no enterarme de su réplica por el gusto de enredarle en otras nuevas acabarían por hastiarse de sus cuadros y de sus libros y por tomarlos en aborrecimiento si no llevaran a menudo su atención a otras ocupaciones y a otros lugares muy distintos... ¡Pero esta monotonía de aquí!...

-¡Monotonía! -repitió el mozo enardeciéndose un poquillo-. ¡Y yo que la encuentro solamente en las tierras llanas y en sus grandes poblaciones! Madrid, Sevilla, Barcelona... París, la capital que usted quiera, ¿pasa de ser una jaula más o menos grande, mejor o peor fabricada, en la cual viven los hombres amontonados, sin espacio en qué moverse ni aire puro que respirar?... ¡Ocupaciones!... ¡La ocupación del negocio, la ocupación del café, la ocupación del paseo, la ocupación de la calle, la ocupación del Casino, o del teatro, o de la Bolsa...! Yo no digo que algunas de estas ocupaciones y otras muchas de los mundanos no sean útiles y necesarias para los fines de la vida, de lo que se llama vida de los pueblos y de las naciones; pero niego que, con excepciones muy contadas, sea cómodo, vario y entretenido nada de ello para la vida espiritual en naturalezas como la mía y otras muchas... incluso la de usted -añadió, volviendo a sonreírse, si tuviera yo la fortuna de hacerle percibir la infinita variedad de encantos y de aspectos que se encierra y se contiene en esto que, a las primeras ojeadas de un profano, sólo parece un hacinamiento enorme de peñascos y bardales.

Siguió a este desahogo un himno entusiástico, hermosa y altamente entonado, a la «madre Naturaleza», di por visto, y de muy buena gana, lo que él deseaba que yo viera; y más por hundir otro poco mi sonda en sus adentros que con intención de arrancarle sus ilusiones, díjele al cabo:

-Pase, pues, lo de la amenidad, lo de la hermosura y hasta la sublimidad y la elocuencia de este escenario que le encanta y maravilla; pero ¿y los actores que le acompañan a usted en la égloga perenne de su vivir? ¿Qué me dice usted de ellos... del hombre... vamos, de los hombres?

-¿Qué tienen esos hombres que tachar? -preguntóme a su vez el médico.

-Que son rústicos, que están ineducados.

-Como deben de ser y como deben de estar -me replicó inmediatamente-, para el destino que tienen en el cuadro. Lo absurdo y lo indisculpable fuera en mí, que no pido ni puedo pedir en estas soledades agrestes las óperas del Teatro Real, ni los salones del gran mundo, ni los trenes lujosos de la Castellana, exigir a estos pobres campesinos la elocuencia de nuestros grandes tribunos, las habilidades de nuestros políticos y el saber de nuestros doctores y académicos.

-Santo y bueno -dije yo entonces creyendo poner una pica en Flandes-, para la vida contemplativa, para la de pura delectación estética; pero no se trata de eso, amigo mío, sino de la realidad prosaica de la vida social y, digámoslo así, de todos los días. Estos hombres tienen las miseriucas y las roñas propias y peculiares de su baja condición y, además, por su ignorancia no pueden entenderse con usted.

Aquí fue donde el médico se enardeció casi de veras, como si hasta entonces no hubiera tomado el asunto verdaderamente por lo serio.

Comenzó por decirme que donde quiera que había hombres, cultos o incultos, había debilidades, roñas y grandes flaquezas; pero que, roña por roña, flaqueza por flaqueza y debilidad por debilidad, prefería la de los aldeanos, que muy a menudo le hacían reír, a la de los hombres ilustrados, cuyas causas y cuyos fines, por su abominable naturaleza y sus alcances, casi siempre le ponían a punto de llorar. En cuanto a no poder entenderse con los vecinos de Tablanca, era otro error mío y de otros muchos hombres cultos, empeñados en tomar ciertas cosas al revés. ¿Por qué ha de ser el hombre de los campos el que se eleve hasta el hombre de la ciudad, y no el hombre de la ciudad el que descienda con su entendimiento, más luminoso, hasta el hombre de los campos para entenderse los dos? Hágase este trueque, y se verá cómo resulta la inteligencia mutua que se da como imposible por los que no saben buscarla. Y no haya temor de que las dos naturalezas se compenetren y de las roñas de la una se contamine la otra; porque la comunicación no ha de ser continua ni para todo, y al hombre culto, por lo mismo que es más inteligente, le sobran medios para no rebasar de los límites de la prudencia y hacer que cada uno de los dos guarde el puesto que le corresponde. Y en este equilibrio, que no deja de ofrecer dificultades, ¡cuánto se aprende a veces del hombre rudo de los montes, por el hombre culto de las ciudades, y cuánto halla éste que ver y que admirar allí donde los ojos avezados a los relumbrones llamativos del mundo civilizado, sólo distinguen sombras, monotonía, soledades y tristezas!

Como, al llegar aquí, me pareciera el médico dispuesto a callarse, por su natural modesto y reservado, y a mí me fuera gustando mucho su palabra, tan fácil como sobria, preguntéle, antes que el hornillo de su entusiasmo comenzara a entibiarse, qué cosas eran aquellas que podían verse y admirarse por el hombre culto en sus relativas intimidades con el aldeano.

Y entonces se enfrascó el simpático mediquillo de Tablanca en otra teoría, que no me vendió por nueva en el fondo.

Según él, los tiempos de hoy no eran peores que otros tiempos de los cuales han dicho siempre los respectivos moralistas, que fueron los tiempos más malos de todos los habidos hasta ellos: antes al contrario, le parecían los actuales, en lo bueno, hasta mejores que los pasados. En lo malo, y no por la cantidad, sino por la calidad de ello, estaba el punto litigioso. En su concepto, la maldad de ahora alcanzaba mayor hondura que las de antes en el cuerpo social: le había invadido el corazón y la cabeza; ésta se atrevía ya a todo y con todo, y aquél no se conmovía por nada, gastada su sensibilidad con el roce de tantos y tan continuos sucesos, porque en ninguna época del mundo han acontecido tantos y tan extraordinarios en tan breve tiempo como ahora. De aquellos atrevimientos y de esta insensibilidad, había de venir, estaba ya llegando, la parálisis absoluta en la vida espiritual de los hombres. La fe en lo divino y el sentimiento de lo reputado siempre por lo más noble en lo humano, iban relegándose al montón de las cosas inútiles, cuando no perjudiciales; apenas se concebían los grandes héroes de otras épocas, cuanto más los sentimientos que los habían exaltado desde la masa común de los anónimos, hasta las páginas más esplendentes de la Historia. No era posible ya, ni siquiera de «buen gusto», sentir entusiasmo por nada, ni de lo de tejas arriba ni de lo de tejas abajo. La verdadera agonía del espíritu social. De eso adolecían los tiempos actuales, y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo. Le corroía la gangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por la ciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa... por donde más caudal representa el torrente circulatorio de las insaciables ambiciones del hombre culto. Pero, por misericordia de Dios, le quedaban sanas todavía las extremidades, algunas de ellas por lo menos, y sólo con la sangre rica de estos miembros podía, con mucho tiempo y gran paciencia, purificarse y reconstituirse la parte corrompida de los centros.

-Pues estos miembros sanos -añadió el médico con viril entereza-, son las aldehuelas montaraces como ésta. Y digo montaraces, porque si vamos a meter el escalpelo en las más despejadas de horizontes y más abiertas al comercio de las ideas y al tufillo de la industria, sabe Dios lo que hallaríamos en sus fibras... ¿Le parece a usted poco -preguntóme en conclusión-, este verdadero tesoro entre otros semejantes bien fáciles de distinguir, para ser admirado por un hombre culto capaz de entusiasmarse con algo todavía? ¿Y no es trabajo bien honroso y muy entretenido el que procuran la conservación y hasta el fomento de esto que yo me he atrevido a llamar tesoro, a riesgo de que usted se ría de él y de mis candorosos idealismos?

Algo más dignas de respeto eran las teorías del noble mozo, aunque sólo las estimara por el fervor y el honrado convencimiento con que me las exponía, y así se lo declaré; pero añadiéndole que apreciaría yo mejor la fuerza de sus razones viéndole luchar contra mis dudas en terreno más trillado por la realidad de las cosas: al cabo era yo, en más o en menos, de los gangrenados por el virus de la ciudad, y gustaba de ver los asuntos por su lado práctico.

Comprendiendo rápidamente lo que intentaba decirle con tantos circunloquios y metáforas, quizás por otro resabio de mi mundana cortesía, comenzó por admirarse, a su modo, de que le fuera con semejante reparo un miembro de la familia de los Ruiz de Bejos. ¿Cómo podía ignorar yo, con determinados ejemplos a la vista, lo mucho que quedaba que hacer en los pueblos rurales a los hombres de luces y de buena voluntad?

-La gran obra -continuó- de la casona de Tablanca, desde tiempo inmemorial, ha sido la unificación de miras y de voluntades de todos para el bien común. La casa y el pueblo han llegado a formar un solo cuerpo, sano, robusto y vigoroso, cuya cabeza es el señor de aquélla. Todos son para él, y él es para todos, como la cosa más natural y necesaria. Prescindir de la casona, equivale a decapitar el cuerpo; y así resulta que no se toman por favores los muchos y constantes servicios que se prestan entre la una y los otros, sino por actos funcionales de todo el organismo. Yo creo que es muy de admirarse esta singularidad que debiera haber saltado ya a los ojos de usted, y que seguramente no habrá visto más que en algún libraco pasado de moda, pero como pintura infiel de imaginación, convencional y ñoña. Con esta gran obra de defensa contra las oleadas maleantes que llegan hasta aquí en épocas determinadas desde los absorbentes centros políticos y administrativos del Estado, ¡si viera usted qué sonido tienen en las concavidades de este recóndito lugarejo los cánticos de las sirenas de allá; las pomposas vociferaciones de los charlatanes y traficantes políticos, esos Dulcamaras embaucadores, encomiando específicos que han fabricado ellos mismos, tomando la salud del pueblo por disfraz de sus codicias personales! ¡Si viera usted cómo disuenan esos cánticos y voceríos entre el acordado son de estas costumbres casi patriarcales! Por eso no se conocen aquí ciertas plagas, relativamente modernas, de los pueblos campestres, ni han entrado jamás los merodeadores políticos a explotar la ignorancia y la buena fe de estos pobres hombres... Pero ¡desdichados de ellos el día en que les falte la fuerza de cohesión, hidalga y noble, que les da la casona de los Ruiz de Bejos!... Todo esto, como puede presumirse, da bastante que hacer a cada rueda inteligente de cuantas componen la máquina cuyo eje fundamental es hoy en este lugar el bien ganado prestigio de don Celso. Pues bien: trabajar de este modo donde ya exista la máquina, y donde no, trabajar para construirla, es algo de lo mucho que tienen que hacer en los pueblos rurales los hombres cultos de buena voluntad. Y crea usted que no faltan en la Montaña (porque no todos sus habitadores son de tan sana madera como los de Tablanca) hasta mártires de este heroico trabajo. Quizá tenga usted ocasión de conocer de cerca a alguno de ellos.

Lo cierto era que si el simpático mediquillo no estaba en lo justo en cuanto afirmaba, debía de estarlo; y que causándome cierto rubor hasta las tentaciones de contradecirle en asertos tan honrados y tan hermosos, dime desde luego, si no por convencido, por puesto en camino de convencerme muy pronto.

Hablamos algo más todavía, aunque sin tomar los asuntos tan a pecho como antes; y acabando por donde debía haber empezado, averigué que el médico se llamaba Manuel; que le llamaban «Neluco» desde que tenía uso de razón, lo mismo allí que en su pueblo nativo; que no le quedaba en éste, muerto su padre pocos años hacía, más familia que una hermana, casada con un propietario de las inmediaciones; que si no era médico de su propio lugar, consistía en que al recibir el título de Licenciado en Madrid, estaba vacante la plaza del titular de Tablanca, la cual pretendió y le dieron, no siendo fácil hallar otra más de su gusto que aquélla, a no ser la de Robacío, que estaba entonces y continuaba estando ocupada, y, por último, que tenía veintinueve años y que había empezado a los veinticuatro a ejercer la profesión en Tablanca, donde se hallaba como en su propio lugar, y tan apegado a «sus enfermos» como el pastor a su rebaño.

Vi que me quedaba una hora, antes de la acostumbrada de comer en casa de mi tío, y quise aprovecharla para pagar la visita a don Pedro Nolasco. Díjeselo al médico como razón de mi despedida, y se mostró muy dispuesto a acompañarme si aceptaba yo la molestia de esperarle unos instantes. Acepté, no la molestia, sino el favor que me hacía en ello; entró él de un salto en el gabinete, y antes de cinco minutos apareció en la sala bien calzado y no mal vestido, o, mejor dicho, acabando de vestirse con graciosa desenvoltura. Cogió un chambergo que estaba sobre una silla, un cachiporro del rincón inmediato, y me dijo, mientras yo me sacudía las perneras del pantalón después de enderezarme:

-Cuando usted guste.

Ofrecióme enseguida su casa, aunque era de alquiler, como la vieja que le servía de patrona por recomendación muy encarecida de su hermana a quien había zagaleado en Robacío; agradecíle la oferta como era mi deber en buena cortesía, y salimos juntos, sin los cumplidos corrientes entre españoles finos, y que tan molestos suelen ser en pasadizos de la angostura de aquéllos.