Pedro Sánchez/XXXI

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Capítulo XXXI[editar]

En esto veía acercarse, con el andar de un nublado tormentoso, el primer lunes de los míos... Y llegó, porque todo lo malo llega siempre que se anuncia, y aún peor de lo que se teme; y se inauguraron mis fiestas con el estruendo y el despilfarro que yo no me atreví a soñar, ni aun viendo los preparativos hechos bajo la dirección de mi mujer, aconsejada por su madre, que es todo cuanto podía verse. ¡Hasta la Guardia civil, no bastando la urbana, amén de nuestros propios criados, se empleó en aquellos menesteres de telón afuera! ¡Qué tal andaría lo de telón adentro! Deslumbraba el aparato y asustaba el lujo que se arrastraba por allí, pues las gentes aquéllas eran ricas y habían hecho de mis salones palenque en que lucir el poder de sus caudales. Engreíase mi mujer viéndose centro esplendoroso de astros tan resplandecientes, y correspondía a los honores que de esta manera se tributaba a su buen tono, excediendo en lujo a la más encopetada y vistosa, y disponiendo cada ambigú, que dejaba aturdido a los mismos comensales que los devoraban. ¡Qué carnes se me pondrían a mí con todo ello! ¿Y cómo evitarlo ya, una vez hecho costumbre? ¿Y cómo sostenerlo sin poseer una mina de onzas acuñadas?

Pues así fui tirando, hasta que lo arregló de otro modo algo que es más fuerte que todos los respetos humanos.

Es, pues, el caso, que no solamente descansé, sino que llegué a dormirme en la ciega confianza que me inspiraba mi secretario; confianza nacida más que de un profundo convencimiento de la capacidad de mi subalterno, de mi escasa afición al expedienteo; del gusto con que me agarraba a cualquier disculpa para alejarme de él, y de la necesidad en que me veía de fijarme con preferente atención en el negocio político, que no estaba para descuidado un punto. Antojábaseme, andando los días, que en lugar de afirmarse la paz, el orden y la confianza en torno mío, retoñaban las asperezas y los desacuerdos, y perdía su virtud mi celo conciliador, como si mi prestigio comenzara a andar de capa caída. Hombres que al principio me escuchaban como a un oráculo y hacían de mis palabras evangelios que predicaban luego a los demás, se me acercaban recelosos y descontentos: y me daba más que pensar lo mucho que parecían callarse, que lo poco y turbio que me decían. Sospechaba yo que en el partido que allí me apoyaba cundía la desconfianza; y con esta sospecha, desvivíame por mostrar a mis amigos los firmes y leales propósitos que seguían animándome, y suplicábales que me expusieran los motivos de sus embozadas quejas para acudir a remediarlos, como antes lo había hecho; pero la misma vaguedad de las respuestas me sumía en nuevas inquietudes.

Mi secretario, con quien las consultaba a menudo, encogíase de hombros, o me aseguraba que todo iba a maravilla, y que si había quejas lo serían de vicio.

Y todo esto acontecía precisamente cuando mi familia andaba en el colmo de sus dispendiosas exhibiciones; lo cual llegó a traerme a vueltas con las más extrañas y tumultuosas ideas; ideas que no me daban punto de reposo y me robaban el sueño, y hacían incompatible mi discurso con todo el negocio extraño al círculo de mi vida doméstica. Sólo dominado por una preocupación semejante, podía estar yo tan ciego y torpe que no viera lo que tenía delante de los ojos y palpaba con mis propias manos.

Ni mi mujer ni su madre me decían jamás lo que costaban sus lujosos atavíos ni sus espléndidos festines, ni me pedían un céntimo para pagarlos. Cierto que ellas continuaban siendo las administradoras de todo mi dinero, del único que tenía, del que cobraba mensualmente del Estado; pero ¿cómo daba aquel dinero para tanto? ¿Con qué se suplía lo que faltaba? ¿Contraían deudas en mi nombre? ¿Lloverían sobre mí, a la hora menos pensada, créditos que no podría recoger? Y por temor a esto y a sus horribles consecuencias, hablé a Clara un día.

-¿Cómo os las componéis -la pregunté-, para hacer esos gastos con tan poco dinero?

-No te apures -me respondió secamente-, que aún lo tenemos de sobra.

-¡Imposible -repliqué-, si pagáis todo cuanto consume vuestra vida ostentosa!

-No se debe un cuarto a nadie -afirmó volviéndome enseguida la espalda.

Quedé más aturdido de lo que estaba, porque me persuadí de que mi mujer no me decía la verdad. Por espontánea confesión suya había sabido yo, poco después de nuestra salida de Madrid, que todos los ahorros de su padre apenas alcanzaban para vivir él modestamente fuera de su patria, y para que en un apuro «muy extremo» no se murieran de hambre en una buhardilla su mujer y su hijo. Luego no era el dinero de Valenzuela el que suplía las faltas del mío para cubrir los gastos de mi casa; y como éstos excedían en más de otro tanto al que cobraba yo con una mano y entregaba con la otra a mi mujer, evidente era que vivíamos de prestado, y que ésta me lo ocultaba. Entonces pensé muy seriamente en arreglar las cosas de otro modo; me armaría de carácter, porque era preciso que me armara; y haría, y acontecería...

Y nada hice al fin, porque es condición de nuestra flaca naturaleza dejarse caer en los peligros reales por huir de los imaginarios. Clara no me había perdonado aún el «atrevimiento» de contrariarla en el asunto de las invitaciones, y su madre no tenía atadero, y era capaz de todo lo que no se ajustara a las leyes del sentido común; resolverme a meter a las dos en cintura con un rasgo de autoridad era producir un estruendo que de seguro trascendería fuera de mi casa..., ¡y yo era el gobernador de la provincia, relacionado a la sazón con lo más granadito de la ciudad!..., ¡y qué se diría!..., ¡y mi prestigio!... ¡Y si tras el escándalo venían los acreedores alarmados!... ¡Qué horror! Y me aguanté por entonces.

A todo esto, el descontento público crecía y se revelaba muy acentuado en la prensa local, que yo cuidaba de leer con suma atención desde que me la habían llamado grandemente ciertas insinuaciones suyas. Ya no se andaban los periódicos, lo mismo los situacioneros que los otros, con paños calientes. Declaraban que jamás, ni aun durante las más inmorales administraciones, había habido en aquella capital un desgobierno más completo, una falta más absoluta de policía y de pública moralidad. Uno de ellos dijo textualmente, por remate de un artículo, verdadero memoria de agravios administrativos enderezado a mi «patriotismo sellado con sangre de los tiranos: -Cualquiera pensaría, al ver lo que aquí sucede, que las riendas de este gobierno están en manos polacas». Comprendí la alusión, y la sentí como un balazo en mitad del pecho. Llamé inmediatamente al secretario.

-¿Qué hay de cierto en todo cuanto aquí se dice? -le pregunté, mostrándole el periódico que tenía yo en la mano.

Tomóle él en las suyas con la mayor serenidad; y después de pasar la vista por el artículo me lo devolvió diciéndome:

-Absolutamente nada. Ganas de hacer ruido.

-¿Está usted seguro de lo que me afirma?

-Si no lo estuviera no lo afirmara.

-Corriente -díjele después de meditar un momento.

En cuanto me quedé solo mandé llamar al director del periódico. No tardó en venir. Me encerró con él y le supliqué que, como en el secreto de la confesión, me declarara los fundamentos de lo que se decía, y, sobre todo, de lo que se callaba en su periódico. Me espantó lo que supe entonces; y eso que el periodista me ocultó lo principal, por respeto a mi propia persona. Dile las gracias, prometiéndole que no le pesaría de haberme arrancado la venda de los ojos; y en cuanto se apartó de mí, llamé al jefe de la policía.

-Sé -le dije, mirándole indignado- que tiene usted puestos a contribución a todos los criminales y a todos los viciosos de la ciudad.

Se quedó yerto, lívido como un cadáver. Tartamudeó algunas palabras, que no entendí, y añadíle estas otras:

-Elija usted entre ir a presidio o declararme toda la verdad.

-Es cierto -me respondió entonces, animándose súbitamente-; pero entienda V. S. que, al obrar así, no hago más que cumplir las órdenes que se me han dado.

-¿Y quién se las ha dado a usted?

-El señor secretario.

-¿El de este gobierno?

-El mismo.

-¿Y adónde van a parar los fondos recaudados de esa manera por usted?

-Al señor secretario.

-¿Íntegros?

-Íntegros, menos la pequeñez con que remunera el trabajo de la recaudación.

-Y esa recaudación, ¿es de importancia?

-Bastante... Quizá más que el sueldo de V. S. ¡Como lo malo abunda, y todo lo malo paga!...

Me dio asco lo que me decía aquel hombre: impúsele silencio, y le mandé que saliera.

Volví a llamar al secretario. Entró, cerré la puerta y le dije en crudo cuanto acababa yo de saber por el jefe de la policía. Me oyó impávido y no negó los hechos. Me espanté; pero logré dominarme, porque era de necesidad, y añadí:

-Hay todavía otro punto delicado, que debe ser de la exclusiva incumbencia de usted. Se dice que no todos los expedientes que se tramitan en estas oficinas de mi cargo se resuelven conforme a justicia, sino que se subastan los acuerdos...

-Pudiera escudarme -me respondía el tuno- con la firma de usted, que autoriza esas resoluciones; pero como de ese modo correspondería muy mal a la ciega confianza con que usted me entregó ese importantísimo negociado, desde luego echo sobre mí toda la responsabilidad moral de esos delitos, que tampoco niego.

Y como leyera en mi actitud el efecto que estas palabras me causaron, añadió muy tranquilo:

-Lo que a mí me asombra es que usted se asombre de todo esto.

Mi primer impulso fue buscar con los ojos una silla para partirle la cabeza.

-Pues ¿por quién me toma usted? -exclamó indignado, sin renunciar por entero a aquel propósito.

-Y después de todo -dijo con desdeñoso retintín -, yo poco más de nada me meto en el bolsillo.

-¿Adónde va a parar entonces el producto de esas infames exacciones? -pregunté más y más asombrado.

Aquí el hombre de los largos dientes se atrevió a enfilar la legaña de sus ojos con los airados míos; y metiéndose ambas manos en los correspondientes bolsillos del pantalón, me dijo, como si me dijera la cosa más natural del mundo:

-A su casa de usted.

¡Que jamás en oídos de hombre honrado suenen palabras como aquéllas!...

Las pocas que pude articular en medio de la angustia que me ahogaba las empleó para preguntar al infame, pero bajo, muy bajo, como si me acusara ante Dios de un ignorado crimen Y temiera que me estuviera oyendo el juez, que podía enviarme al palo, o el mundo, que me escupiera a la cara:

-Y... ¿qué manos lo reciben de la de usted?

-Las de su señora mamá política -me respondió con entera desfachatez.

-¿A ciencia y conciencia de lo que es? -pude preguntar todavía.

-Naturalmente -contestó el cínico.

-Está bien -dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no caerme redondo allí, de indignación y de vergüenza-. Retírese usted.

De dos saltos atravesé el largo pasadizo que separaba de mi habitación el despacho donde esto ocurría. Llamé aparte a mi suegra, que estaba emperejilándose para salir con Clara, y le expuse, sin preámbulos ni miramientos, el caso que tan fuera de quicio me tenía. Oyóme la embadurnada vieja mirándome de hito en hito con las más vivas señales de curiosidad, y exclamó al cabo, lo mismo que si descargara su ánimo de un gran peso:

-¡Ave María Purísima!... Hijo, ¡qué susto me diste! ¡Si no creí, al verte tan erizado, que se quemaba la casa o te habían dejado cesante!

¿No había para matarla?

-Pero ¿es o no cierto -preguntéle en el paroxismo de la ira-, que mi secretario hace eso en perfecto acuerdo con usted?

-Puede que sí... o puede que no: como mejor te parezca -respondióme sin dejar de contonearse delante del espejo que había en la habitación-. Recuerdo que un día hablamos, de recién venidos aquí, sobre si el sueldo de gobernador era poco o era mucho. Sostenía él lo primero y yo le daba la razón; y hablando así, díjome que había ciertos arbitrios lícitos de los cuales se podía echar mano muy honradamente; pero temía que tú te resistieras a ello, por escrúpulos de empleado novel... y que si nosotras le autorizábamos con nuestra aquiescencia., ¡y qué sé yo qué otras boberías!... Y a poco de esto, comenzó a traemos dinero..., pero bastante, no te creas, y a menudo... Por cierto que gracias a ello, ¡que si no!... Ahora me dices que si ese dinero sale de aquí o sale de allí... No sabía yo tanto; pero, después de todo, ¿qué más da?

-¿Y Clara? -pregunté, recordando que era ocioso tratar asuntos serios con aquella insufrible mujer-, ¿sabe lo mismo que usted de la calidad de ese dinero?

-Como que ella lo administra. Con una mano lo recibo, y con otra se lo doy... Pero ¿a qué vienen esos aspavientos, hombre?

Llamé a Clara. Vino enseguida; y, por verla, perdí la mitad de mis bríos. Siempre me sucedía eso. ¡Tan hermosa estaba! Hubiera dado la mitad de mi vida porque no fuera cierto lo que su madre aseguraba, y toda ella por infundir en su pecho algo de la honrada sensibilidad que agitaba el mío.

Expúsele mi queja con los mayores miramientos, y no mostró el más leve síntoma de apurarse por ella.

Tan inconcebible frialdad deshizo el encanto que su belleza me causaba, y prorrumpí en amargas declamaciones. Negóme muy serena que hubiera motivo para ellas. Había para volverse loco.

-¿Pues cuáles son motivos serios para ti? -lo dije sin poder contenerme-. ¡Vuestros festines, vuestras galas, todo el aparato de vuestra loca vanidad sostenido a expensas de todas las almas infames de la población! ¿Todavía te parece poco?

-No me he cansado -me dijo con terrible dureza- en apurar tanto el origen de ese dinero.

-Pero te has guardado muy bien -repliqué de decirme que lo recibías; señal de que no lo juzgabas lícito.

-O de que temía tus ridículos pujos de caballero andante... ¡Somos incompatibles en tantas cosas!

-Por fortuna para mí, en el modo de juzgar esa de que tratamos; por desgracia para todos, en la principal. ¡Lástima que ya no tenga en mi mano el remedio de lo uno como tengo el de lo otro!

No quiero recordar hasta qué extremos nos condujeron, una vez puesto el diálogo a esta altura, la terrible y desengañada frialdad de mi mujer y el apasionamiento de mi impresionable carácter. Fue un estampido que acabó en un instante con varias cosas a la vez. los lunes del Gobernador, las ostentosas exhibiciones públicas de mi familia... y la última esperanza de que entre Clara y yo pudiera haber ya otro vínculo de unión que el que, en un instante de vértigo mío, nos había amarrado para no soltarnos jamás, a no cortarlo la guadaña de la muerte. Aquel tremendo altercado fue la piedra de toque en que apareció comprobada la falsa ley del corazón de Clara; el choque que derribó la bruñida losa y dejó a la vista los gusanos del sepulcro. No me asombró el descubrimiento, porque venían anunciándolo grandes señales de él; pero la consideración de lo que del hecho iba a seguirse me aterró.

Por de pronto, volvíme a mi despacho y di a elegir a mi secretario entre presentar su dimisión o comparecer ante los tribunales de justicia.

-Por cierto que iría bien acompañado -me dijo con marcada intención y cínica sonrisa.

-¡No importa! -le respondí, comprendiéndole-, porque estoy resuelto a todo; a todo, menos a ser pantalla de ladrones...

Optó por la dimisión, y me alegré de ello. Horas después quedaba también sin destino el polizonte.

Desde el día siguiente, limpias las oficinas de tunantes y la casa de escándalos de lujo, consagréme con todas mis fuerzas a enderezar el torcido rumbo de mi descuidada administración, y a hacer algunas economías. No tenía en mi casa coja quien hablar, es cierto, y la comida me amargaba y mis suelos eran horribles pesadillas, pero la opinión pública coronaba con aplausos mis esfuerzos de voluntad, que producían milagros de acierto, y yo sentía, en medio de, las penas que me abrumaban, la dulce satisfacción que trae consigo el cumplimiento de los deberes.

Entre tanto, el Gobierno de la nación andaba tan desatinado como lo había estado el mío, y la, obra de la revolución de julio comenzaba a tambalearse. Socavaban sus fundamentos todo linaje de torpeza, ambiciones y asechanzas; y eran ya infinitos los desencantados españoles que aplaudían al satírico Padre Cobos, ariete formidable con que la batía sin tregua ni descanso el partido de la reacción, que había de recoger su herencia.

La famosa sonrisa de O'Donnell iba acentuándose por momentos-, tomábanla ya las gentes liberales como disfraz de sazonados planes liberticidas, y todo el mundo se preguntaba en qué pararía, y cuándo, su no menos famoso abrazo al general Espartero, en el balcón de la calle de la Victoria, recién llegados a Madrid ambos personajes.

Las dudas se aclararon muy pronto: el abrazo aquél acabó en una zancadilla que derribó a Espartero de la noche a la mañana, y en un chaparrón de soldados bien instruídos que en pocas horas reorganizaron la milicia ciudadana, disolviendo a tiros sus batallones, donde éstos se resistían a dejarse desarmar por la buena.

Volvióse el duque de la Victoria a llorar un nuevo desencanto en su retiro de Logroño, haciéndole coro los incorregibles progresistas; y con todo ello y lo que se traslucía en la nueva situación creada, dejé yo mi gobierno antes que me separaran de él, y tornéme a Madrid pobre, triste y con la carga de una familia insoportable, que pagaba en esquivo apartamiento y en odio mortal el dinero y la sangre que me consumía.