Peter y Wendy: Capítulo II

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II. La sombra

La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llamada, se abrió la puerta y entró Nana, que volvía de su tarde libre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó ágilmente por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez angustiada por él, pues pensó que se había matado y bajó corriendo a la calle para buscar su cuerpecito, pero no estaba allí; levantó la vista y no vio nada en la oscuridad de la noche, salvo algo que le pareció una estrella fugaz.

Regresó al cuarto de los niños y se encontró con que Nana tenía una cosa en la boca, que resultó ser la sombra del chiquillo. Al saltar éste por la ventana Nana la había cerrado rápidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su sombra no le había dado tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó.

Os aseguro que la señora Darling examinó la sombra atentamente, pero era una sombra de lo más corriente. Nana no tenía dudas sobre qué era lo mejor que se podía hacer con esta sombra. La colgó fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que vuelve a buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde la pueda coger fácilmente sin molestar a los niños.»

Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla colgando de la ventana: parecía parte de la colada y no era digno del prestigio de la casa. Se le ocurrió enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía perfectamente lo que él diría:

-Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.

Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!

El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser viernes, cómo no.

-Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes -le decía después a su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.

-No, no, -le decía siempre el señor Darling-, yo soy el responsable de todo. Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.

Había sido educado en el estudio de los clásicos.

Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.

-Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 -decía la señora Darling.

-Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana -decía el señor Darling.

-Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina -decían los ojos húmedos de Nana.

-Por culpa de mi afición a las fiestas, George.

-Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida.

-Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, queridos amos -pensó Nana.

Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por pensar: «Es cierto, es cierto, no deberían haber tenido un perro de niñera.» Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos de Nana con un pañuelo.

-¡Ese canalla! -exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero la señora Darling nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha de su boca que no quería que insultara a Peter.

Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, recordando con fervor hasta el más mínimo detalle de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta él subido en el lomo.

-No quiero irme a la cama -chilló él, como quien piensa que tiene la última palabra sobre el asunto-. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis. Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no me quiero bañar, no y no!

Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla en traje de noche, con el collar que George le había regalado. Llevaba la pulsera de Wendy en el brazo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la pulsera a su madre.

Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre en el día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo:

-Señora Darling, me complace comunicarle que es usted madre -y lo dijo exactamente en el mismo tono en que el señor Darling lo podría haber dicho en la auténtica ocasión.

Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho la auténtica señora Darling.

Luego nació John, con la pompa extraordinaria que según él se merecía el nacimiento de un varón y Michael volvió del baño y pidió nacer también, pero John dijo cruelmente que ya no querían más.

Michael casi se echó a llorar.

-Nadie me quiere -dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche no pudo soportarlo.

-Yo sí -dijo-. Yo sí que quiero un tercer hijo.

-¿Niño o niña? -preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.

-Niño.

Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan insignificante para que se acordaran de ella ahora el señor y la señora Darling y Nana, pero no tan insignificante si aquella iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los niños.

Siguen con sus recuerdos.

-Fue entonces cuando entré yo como un huracán, ¿verdad? -decía el señor Darling, maldiciéndose a sí mismo y es cierto que había sido como un huracán.

Quizás podría disculpársele un poco. También él se había estado arreglando para la fiesta y todo iba bien hasta que llegó a la corbata. Es increíble tener que decirlo, pero este hombre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no conseguía dominar la corbata. A veces la prenda cedía ante él sin presentar batalla, pero había ocasiones en que habría sido mejor para la casa si se hubiera tragado el orgullo y se hubiera puesto una corbata de nudo hecho.

Ésta fue una de esas ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con la terca corbata toda arrugada en la mano.

-Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?

-¡¿Que qué ocurre?! -aulló él, porque aulló de verdad-. Pues esta corbata, que no se anuda.

Se puso peligrosamente sarcástico.

-¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya lo creo, veinte veces he logrado ponerla alrededor del barrote de la cama, pero alrededor de mi cuello, no! ¡Que, por favor, la disculpe!

Le pareció que la señora Darling no había quedado debidamente impresionada y siguió muy serio:

-Te advierto, mamá, que como esta corbata no esté alrededor de mi cuello no salimos a cenar esta noche y, si no salgo a cenar esta noche, no vuelvo a la oficina en mi vida y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y nuestros hijos se verán arrojados al arroyo.

Incluso entonces la señora Darling no perdió la calma.

-Déjame intentarlo, querido -dijo y en realidad eso era lo que él había venido a pedirle que hiciera y con sus suaves y frescas manos ella le anudó la corbata, mientras los niños se apiñaban alrededor para ver cómo se decidía su destino. A algunos hombres les habría sentado mal que lo hiciera con tanta facilidad, pero el señor Darling tenía un carácter demasiado bueno para eso: le dio las gracias descuidadamente, se olvidó al instante de su furia y un momento después bailaba por la habitación con Michael a la espalda.

-¡Con cuánta alegría bailamos! -dijo ahora la señora Darling, al recordarlo.

-¡Nuestro último baile! -gimió el señor Darling.

-Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael me dijo de pronto: «¿Cómo me conociste, mamá?»?

-¡Ya lo creo que me acuerdo!

-Eran muy buenos, ¿no crees, George?

-Y eran nuestros, nuestros, y ahora ya no los tenemos.

El baile terminó al aparecer Nana y por mala fortuna el señor Darling se chocó con ella, llenándose los pantalones de pelos. No sólo eran pantalones nuevos, sino que además eran los primeros que tenía en su vida con trencillas y tuvo que morderse el labio para evitar las lágrimas. Como es lógico, la señora Darling lo cepilló, pero él volvió a decir que era un error tener a un perro de niñera.

-George, Nana es una joya.

-No lo dudo, pero a veces me da la desagradable impresión de que ve a los niños como si fueran perritos.

-Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.

-No sé -dijo el señor Darling pensativo-, no sé.

A su esposa le pareció que era la ocasión de hablarle del chiquillo. Al principio rechazó la historia con desdén, pero se quedó muy serio cuando ella le mostró la sombra.

-No es de nadie que yo conozca -dijo, examinándola cuidadosamente-, pero sí que tiene aire de pillastre.

-¿Te acuerdas? Todavía estábamos hablando de ello -dice el señor Darling-, cuando entró Nana con la medicina de Michael. Nana, nunca volverás a llevar el frasco en la boca y todo por mi culpa.

Siendo como era un hombre fuerte, no hay duda de que tuvo una actitud bastante tonta con lo de la medicina. Si alguna debilidad tenía, ésta era creer que toda su vida había tomado medicinas con valentía y por eso, en esta ocasión, cuando Michael rehuyó la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono reprobador:

-Pórtate como un hombre, Michael.

-No quiero, no quiero -lloriqueó Michael de malos modos. La señora Darling salió de la habitación para ir a buscarle una chocolatina y al señor Darling le pareció que aquello era una falta de firmeza.

-Mamá, no lo malcríes -le gritó-. Michael, cuando yo tenía tu edad me tomaba las medicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queridos padres, por darme remedios para ponerme bien.»

Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba en camisón, también lo creía y dijo, para animar a Michael:

-Papá, esa medicina que tú tomas a veces es mucho peor, ¿verdad?

-Muchísimo peor -dijo el señor Darling con gallardía-, y me la tomaría ahora mismo para darte un ejemplo, Michael, si no fuera porque he perdido el frasco.

No lo había perdido exactamente: se había encaramado en medio de la noche a lo alto de un armario y lo había escondido allí. Lo que no sabía era que la fiel Liza lo había encontrado y lo había vuelto a colocar en el estante de su lavabo.

-Yo sé dónde está, papá -exclamó Wendy, siempre feliz por ser útil-. Te lo traeré.

Y salió corriendo antes de que pudiera detenerla. Al instante se le bajaron los humos de una forma curiosísima.

-John -dijo, estremeciéndose-, es un potingue asqueroso. Es esa cosa horrible, dulzona y pegajosa.

-Será cosa de un momento, papá -dijo John alegremente y entonces entró Wendy corriendo con la medicina en un vaso.

-Me he dado toda la prisa que he podido -dijo jadeando.

-Has sido maravillosamente rauda -contestó su padre, con una cortesía vengativa que a ella le pasó inadvertida.

-Primero Michael -dijo obstinado.

-Primero papá -dijo Michael, que era de natural desconfiado.

-Me voy a poner malo, ¿sabes? -dijo el señor Darling en tono amenazador.

-Vamos, papá -dijo John.

-Tú cállate, John -le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.

-Yo creía que no te costaba tomarla, papá.

-No se trata de eso -contestó él-. Se trata de que en mi vaso hay más que en la cuchara de Michael.

Su orgulloso corazón estaba a punto de estallar.

-Y eso no es justo; lo diría aunque estuviera a punto de dar mi último suspiro: eso no es justo.

-Papá, estoy esperando -dijo Michael con frialdad.

-Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también estoy esperando.

-Papá es un cobarde.

-Tú sí que eres un cobarde.

-Yo no tengo miedo.

-Tampoco tengo miedo yo.

-Pues entonces tómatela.

-Pues entonces tómatela tú -Wendy tuvo una espléndida idea.

-¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?

-Claro -dijo el señor Darling-. ¿Estás preparado, Michael?

Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medicina, pero el señor Darling se puso la suya detrás de la espalda.

Michael soltó un aullido de rabia y Wendy exclamó:

-¡Oh, papá!

-¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? -inquirió el señor Darling-. Deja de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero... fallé.

Era espantoso cómo lo miraban los tres, como si no lo admiraran.

-Escuchad todos -dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo metido en el cuarto de baño-, se me acaba de ocurrir una broma estupenda. Pondré mi medicina en el tazón de Nana y se la beberá, creyendo que es leche.

Era del color de la leche, pero los niños no tenían el sentido del humor de su padre y lo miraron con reproche mientras vertía la medicina en el tazón de Nana.

-Qué divertido -dijo no muy convencido y ellos no se atrevieron a delatarlo cuando regresaron Nana y la señora Darling.

-Nana, perrita -dijo, dándole palmaditas-, te he puesto un poco de leche en el tazón, Nana.

Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla. Y luego, qué mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose en su perrera.

El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no cedió. En medio de un horrible silencio la señora Darling olisqueó el tazón.

-Pero George -dijo-, ¡si es tu medicina!

-Sólo era una broma -rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy abrazaba a Nana.

-Pues sí que sirve de mucho -dijo él amargamente-, que yo me mate tratando de hacer gracias en esta casa.

Y Wendy seguía abrazando a Nana.

-Muy bien -gritó él-. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a ver por qué, por qué, por qué!

-George -le rogó la señora Darling-, no grites tanto, que ten van a oír los criados.

Por alguna razón habían adquirido la costumbre de llamar a Liza: «los criados».

-Pues que me oigan -contestó él sin miramientos-. Que me oiga el mundo entero. Pero me niego a dejar que ese perro siga haciéndose el amo del cuarto de mis niños una hora más.

Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él suplicante, pero él la apartó. Volvía a sentirse un hombre fuerte.

-Es inútil, es inútil -exclamó-, el lugar que te corresponde es el patio y allí es donde te voy a atar en este mismo instante.

-George, George -susurró la señora Darling-, recuerda lo que te he dicho sobre ese chiquillo.

Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar quién era el amo de esa casa y cuando las órdenes no consiguieron hacer salir a Nana de su perrera, la sacó engatusándola con dulces palabras y agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que ansiaba ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el desdichado padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos.

Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama en medio de un inusitado silencio y había encendido sus lamparillas de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo lloriqueando:

-Es porque la está atando en el patio.

Pero Wendy era más perceptiva.

-Ése no es el ladrido de queja de Nana -dijo, sin sospechar lo que estaba a punto de ocurrir-, ése es el ladrido de cuando huele algún peligro.

¡Peligro!

-¿Estás segura, Wendy?

-Oh, sí.

La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien cerrada. Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban agrupándose alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo que iba a pasar allí, pero ella no se dio cuenta de esto, ni de que una o dos de las más pequeñas le hacían guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su corazón y le hizo exclamar:

-¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche! -incluso Michael, que ya estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba preocupada y preguntó:

-Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño, después de encender las lamparillas de noche?

-No, mi vida, -dijo ella-, son los ojos que una madre deja para proteger a sus hijos.

Fue de cama en cama cantándoles cosas bonitas y el pequeño Michael le echó los brazos al cuello.

-Mamá -exclamó-, estoy contento de tenerte.

Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar durante mucho tiempo.

El número 27 sólo estaba a unas cuantas yardas de distancia, pero había caído una ligera nevada y los padres Darling caminaron con cuidado para no mancharse los zapatos. Ya eran las únicas personas que había en la calle y todas las estrellas los observaban. Las estrellas son hermosas, pero no pueden participar activamente en nada, tienen que limitarse a observar eternamente. Es un castigo que les fue impuesto por algo que hicieron hace tanto tiempo que ninguna estrella se acuerda ya de lo que fue. Por ello, a las más viejas se les han puesto los ojos vidriosos y rara vez hablan (el parpadeo es el lenguaje de las estrellas), pero las pequeñas todavía sienten curiosidad. No es que sean realmente amigas de Peter, el cual tiene la traviesa costumbre de acercarse sigilosamente por detrás y tratar de apagarlas de un soplido, pero como les gusta tanto divertirse, esta noche se pusieron de su parte y estaban deseando que los mayores se quitaran de en medio. De modo que en cuanto la puerta del 27 se cerró tras el señor y la señora Darling hubo una conmoción en el firmamento y la más pequeña de todas las estrellas de la Vía Láctea gritó:

-¡Ahora, Peter!