Prim/XV

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XV

-También ha de saber usted, Teresa -dijo el caballero con jovial cortesía-, que este pequeño favor que le hacemos la Virgen y yo, no es enteramente desinteresado. Siéntese usted, serénese y óigame... Ha dicho usted que de Valencia vino hace días y que a Valencia volverá. ¿Puede decirme qué resultado ha tenido lo que por pudor político llamamos cacería de patos en la Albufera?... Usted me entiende. O tenemos o no tenemos confianza uno con otro... Si le da por disimular, disimule; pero no podrá negarme que allá fueron Carlos Rubio, Lagunero y el jefe de la cacería, general Prim... ¿Qué... vacila usted en ocultarme lo que sabe? ¿Me cree capaz de vender un secreto?...

-¡Oh! no, señor Marqués... -dijo resueltamente la Villaescusa pasando de la perplejidad a la confianza-. Usted no puede venderme... No es usted del Gobierno, ¿verdad?

-Soy amigo de Prim, aunque no nos tratamos íntimamente. Sus ideas son las mías. Con mi pensamiento y con toda mi admiración, le sigo en sus campañas por la Libertad... ¿Triunfará? Esto preguntó a quien pueda decírmelo.

-¡Oh! sí... Prim... Es el único hombre que tenemos en España... Pues bien, señor: lo que usted llama la cacería de patos, ha sido el fiasco número uno.

-Por defección de los que se habían comprometido... ¿Con qué regimiento contaban?

-Con Burgos, señor Marqués. Al coronel Rada le llamo yo capitán Araña. A todos embarca y él se queda en tierra. Hoy habrá regresado a Madrid Carlos Rubio. El General y Pavía no tardarán en volver... Puesto que usted me ha de guardar el secreto, le diré que preparan otra, y esa parece que irá de veras. Entrarán todos los Cuerpos de la guarnición... Ello será para el mes de Junio.

-El pobre Leal, tronadito y todo como está, se distraerá de sus melancolías conspirando furiosamente... ¿Recuerda usted qué Cuerpos componen la guarnición de Valencia?

-Burgos, San Fernando, Extremadura... alguno más hay que no recuerdo. Es Capitán General don Juan Villalonga... Como usted dice, Leal se moriría de tristeza si no pasara el rato catequizando militares. Es su fanatismo... es otra pasión como el juego... Leal no descansa... Dormido, habla con los capitanes; despierto, con los sargentos. En las mismas trapisondas anda Jesús Clavería.

-¡Ah, sí! Me lo ha quitado usted de la boca. Ya iba a preguntar por este simpático amigo mío...

-Ahora que me acuerdo... Clavería y yo hemos descubierto algo que a usted interesa... ¡Qué tonta yo... no habérselo dicho antes!... ¿No se acuerda ya de que usted y Jesús andaban en averiguaciones de un chico que se escapó de su casa y se largó por esos mundos... y nadie sabía de él... y le buscaron en Cádiz, en Méjico, en el Demonio, sin encontrar su rastro?... ¿No recuerda que ese pícaro escribió sin firma diciendo que estaba en el vapor de don Ramón? De la tertulia de usted, Marqués, llevó a mi casa esta novela Clavería, que es uña y carne del padre de ese hijo pródigo... Pues... hablando un día con un primo de Leal, piloto, llegamos a descubrir que el vapor de don Ramón no era otro que el Monarca, de que es capitán don Ramón Lagier. Y este señor, que es amigo de casa, vino un día a comer una paella con nosotros, y allí, charla que charla, oyéndole contar cosas notables de su vida, nos enteramos de que por él fue recogido el chico en medio de la mar. Iba en una lancha, navegando solo. Usted, Marqués, habrá leído novelas de mil lances maravillosos; pero ninguna leyó jamas como la de ese galopín. Le vimos una tarde que fuimos a bordo, convidados a merendar...».

Díjole Beramendi que el interés suyo por el muchacho fugitivo era de un orden muy secundario, y que si anduvo en diligencias para buscarle, fue por servir a Clavería, amigo muy íntimo del padre de la criatura, un señor de la Rioja alavesa, llamado Ibero... Pero aunque su interés por Iberito no era directo, se alegraba de su reaparición en el mundo de los vivos, pues por muerto se le diputaba. De Lagier dijo que le conocía de nombre, y tenía noticia de su intrepidez, de su exaltado patriotismo y frenético amor a la Libertad, así como del suceso dramático de la pérdida de sus hijos. A esto agregó Teresa que la novela del capitán Lagier y la del atrevido Iberito se habían enlazado, y corrían ya juntas por los mares. Describió al muchacho vagabundo pescado al fin en el Mediterráneo por Lagier, como un hermoso salvaje, que apenas hablaba y todo lo decía con los ojos. El capitán le había tomado afecto; le enseñaba la náutica y los trajines de a bordo, y le daba lecciones de furioso liberalismo.

Para terminar, añadió la mundana declaraciones de orden distinto, bajando la voz con misterioso secreteo. «Tengo entendido... no puedo asegurarlo... hablo sin otro dato que algunas palabras sueltas que oí el mismo día de mi salida de Valencia... pues... creo yo... que en la que están preparando para Junio se ha determinado que el General llegue a Valencia por mar, llevado por el capitán Lagier desde Marsella, no sé si en el vapor que ahora manda o en otro que fletarán para el caso...». Y nada más dijo de estas cosas, que eran como los borradores de la Historia. El júbilo que sentía Teresa por la generosidad del caballero, despertó en su ánimo tal apetito de sinceridad, que si fuese dueña de los más graves secretos revolucionarios, los entregaría de un solo arranque al hombre bueno y próvido, como se entrega a un confesor toda la conciencia. El Marqués acogió las confidencias de la guapa hembra con mediana satisfacción, pues si buena curiosidad satisfizo, buen dinero le costaba. Era un platónico de la libertad, un idealista ocioso, que mataba su hastío paseándose por las nubes, o correteando por el suelo pedregoso de la realidad. En lo más alto y en lo más bajo, alternativamente ponía todo su espíritu.

El tiempo restante, hasta las dos horas que duró la conferencia, lo emplearon en chismografía mundana, contando historias, líos y trapicheos, materia en que los dos, cada uno en su esfera social, eran buenos sabidores. Despidiose al fin el Marqués; quedó Teresa más alegre que unas castañuelas; volvieron a verse al siguiente día para dejar ultimado el negocio, parte con Sebo, parte sin él; despachó ella sus quehaceres; partió a Valencia... Beramendi la vio partir melancólico. Era una gentil diablesa que a su modo colaboraba eficazmente en la armonía humana. Arrojaba unos granitos de desenfado sobre tanta corrección enfadosa, granitos de alegría sobre tanto ascetismo.

En su viaje a Valencia no fue Teresita sola; en el mismo tren iban personas que la conocían, alguna en el departamento ocupado por ella, otras en coches más o menos distantes. Tarfe la saludó desde una ventanilla; Sánchez Botín, que iba con su familia, charló con ella unos momentos y le pagó el chocolate en la fonda de Alcázar de San Juan. El que viajaba en el mismo departamento que ella era don Enrique Oliván, funcionario público de subido rango, casado con mujer rica, joven por no pasar de los treinta y seis años, viejo por la respetabilidad de una calva precoz y el cascado timbre de su palabra sensata. En todo el camino fue requebrando a la hermosa viajera, con disimulada expresión y voz de confesonario, pues iban dos señoras y un caballero en el mismo coche. Desagradable fue para Teresa la compañía de Oliván y su pegajoso galanteo. Pero no tuvo más remedio que soportarle hasta la estación donde terminó su viaje don Enrique, que fue la de Almansa...

Bueno será indicar aquí el abolengo del tal, porque no es dudoso que el narrador se tropezará con él páginas arriba o abajo. Era hijo de don Eduardo Oliván e Iznardi, el empleado eterno a quien vimos y celebramos en las oficinas de Hacienda cuando las regía el gran Mendizábal. Hombre de más suerte que aquel don Eduardo no había existido en el mundo; nació de pie, y sus pies echaron, desde la infancia, profundas raíces en la Administración española. Deparole el Cielo una mujer que fue la más allegadora que en ningún hogar se ha podido ver, hembra de peregrina industria para llevar positivos bienes a casa. Nada tenía el hombre; desafiaba las políticas tempestades, se reía de las crisis, y frotándose una mano con otra, repetía la egoísta fórmula: mi olla, mi misa y mi doña Luisa. Y estaba en lo cierto, porque la hermosa doña Luisa era un águila para la cacería y cautiverio de hombres públicos, de los cuales recababa protección larga y tendida para su esposo y sus hijuelos. Estos, casi mamando, entraban en las oficinas públicas, y en ellas se criaban agarrándose y ascendiendo como el aprovechado padre. ¡Qué maña se daría el matrimonio, que después de alimentar a los niños en el pesebre burocrático, a los tres los casaron con muchachas ricas, de familia de banqueros o negociantes gordos! Gran mujer era doña Luisa, que ya vieja y retocada de afeites untuosos, sostenía las posiciones de sus hijos, y esperaba la hornada de nietos para colocarlos desde que pudieran andar solos por la calle y encasquetarse una chistera. A su marido, el sufrido don Eduardo, le tenía en un panteón papiráneo del Tribunal de Cuentas, donde no hacía nada y cobraba como un obispo, con una grande y pesada mitra en su cráneo, formada de la vieja substancia córnea...

Como se ha dicho, quedose Oliván en Almansa, pues en esta ciudad y en la próxima de Montesa desempeña con pingüe sueldo una comisión del Gobierno referente a los bienes que fueron de las Órdenes militares. De allí tendría que trasladarse a Uclés, el priorato de Santiago... No estuvo Teresa mucho tiempo sola, porque en la Encina se le metió en el coche Manolo Tarfe, antiguo amigo suyo, siempre grato y de buena sombra. Iba Tarfe a Chiva, residencia de su tía materna doña Ramona de Zayas, anciana y riquísima, a la cual amaba tiernamente como sobrino y presunto heredero. Charlando de sucesos presentes y futuros, no de los pasados, ya prescritos, llegaron a Valencia, donde cada cual tiró por su lado. Metiose Teresa en una tartana para dirigirse al Cabañal, donde vivía. No encontró a su Leal, que estaba ausente, ni los criados pudieron decirle a dónde había ido. Sospechó que estaba en Alicante o en Tortosa, trabajando el elemento militar. Preguntó si había llegado al Grao el capitán Lagier, y le respondieron negativamente. No quiso inquirir más, pues los espías soplones aparecían donde menos se pensaba.

Seis días pasó Teresa en amarga inquietud temblando por su amigo y señor, pues en tales aventuras la pelleja estaba siempre vendida, y al fin apareció Leal en lastimoso deterioro físico y moral, derrengado y con un humor de mil demonios... Había estado con Clavería en Castellón y en Peñíscola; no había encontrado más que tímidos o cucos, de estos que viven viéndolas venir, deseando el éxito, pero sin bríos para salir en su busca. Así no se va a ninguna parte. La pobre Libertad no encuentra ya más que amadores que sólo la miran con un ojo, mientras ponen el otro en el cochino garbanzo y en quien lo da...

Era Jacinto González Leal un cuarentón gastado por los afanes de una vida artificiosa; se desvivía por adestrar caballos y lucirlos en coches de lujo, paseando en ellos la vanidad ajena; se arruinaba con jiras y convitazos campesinos en que su propio placer tenía mínima parte; derrochaba dinerales con Teresa para tenerla encerrada o mostrarla como una joya, más valiosa que por su mérito por lo mucho que le costaba; jugaba sin arte ni freno, como si el perder fuera la más elegante forma de vanidad; conspiraba por dar gusto a su inquietud levantisca, más que por conocimiento razonado y hondo de los males de la patria; era, en fin, un bruto de excelente corazón, de los que serían felices dominados por una voluntad superior, de hombre o de mujer. Teresa, compañera ocasional, adventicia, no podía o no sabía ser esa voluntad.

«Sé que has venido con Tarfe -le dijo Leal, que en sus días de mal humor era celoso impertinente-. Ya sabes que no me gusta que hables con ese danzante». Contestábale Teresa lo mejor que podía, rechazando todo motivo de recelo. Lo que mayormente la desconsolaba era que Leal no se mostrase agradecido por la grande hazaña de ella en Madrid, arreglando lo de Sebo, y sacándole a este más cuartos. Ni aun con el alivio que le trajo Teresa, se mostraba Leal satisfecho; más bien gruñía, expresando su sospecha con maliciosas conjeturas. «No me cabe en la cabeza -decía-, que Sebo haya hecho todo eso de su natural motu proprio. Nunca he visto que una pantera se deje pasar la mano por el lomo y se vuelva gatito manso... No Puede ser, Teresa. Tú no me dirás, ya lo sé, cómo domesticaste a la fiera... Ni te lo pregunto más...». Replicaba la pobre mujer con energía, sacando a cuento su dignidad, su honor y qué sé yo qué... Luego lloriqueaba un poquito, y con el agua de este lloriqueo se calmaba la procelosa escama del buen Leal, que era un niño, y fácilmente pasaba de la hosquedad al mimo acaramelado y baboso... Por fortuna para Teresa, la displicencia de Leal se trocó en franca alegría con la presencia inopinada de Carlos Rubio, que entró de rondón una noche diciendo: «Ya viene, ya viene. Esto es un hecho.

-¿Vendrá por mar?

-En un vapor extranjero... Ya don Juan ha salido de Vichy. Debe de estar en Marsella.

-¿Ha llegado Pavía?

-Sí... Ha llegado también don Joaquín... ¡Don Joaquín Aguirre! el presidente del Comité revolucionario... Venga usted conmigo a Valencia... Ahí tengo una tartana».