Prim/XXVI

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XXVI

«Con lo que ahora me has dicho -afirmó Teresa-, voy comprendiendo mejor lo que en otra ocasión te oí de esa religión... particular tuya... y de tu corto catecismo. Cuéntamelo otra vez.

-Mi maestro me enseñó la religión más sencilla, y una moral que, por mucho que se la quiera estirar escribiéndola, no ha de ocupar más que una carilla de papel de cartas... Pero yo no necesito escribiría, porque en mi memoria están grabados los diez Mandamientos, grabadas las Obras de Misericordia, y con esto me basta... Y como dije a usted otro día, yo me desentiendo de curas, frailes, obispos, y de toda persona encapuchada que quiere mandarme al Cielo o al Infierno, o que viene a pedirme dinero por un sacramento, por un sufragio...

-Poco a poco, Ibero -dijo Teresa, que si en el fondo de su alma pensaba y sentía lo mismo, creíase obligada, por presunción señoril, a opinar con sensatez-; recoge velas, y párate un poco. No podemos romper con la sociedad... Somos parte de ella, somos un grano de esa gran piña...

-Yo me desgrané, señora mía, y hace tiempo que ando suelto por estos mundos. Ya sabe usted que no gusto de vivir en ciudades, y cuando me veo precisado a estar en ellas, rabio por salir y correr a mi antojo. Desde chico me tiraba la vida libre. No me agradan las poblaciones ni los barcos fondeados. Por la mar me llevan el vapor o el viento; por la tierra, mis pies. Andando de un lado a otro se mete uno más en el pensamiento universal, y se arrojan al aire las amarguras y tristezas...

-Eres muy joven, Santiago -le dijo Teresa cariñosa-. Puede llegar un día en que te cases... ¿Has de condenar a tu mujer a vivir como los gitanos?

-Eso no. Viviremos en lugar fijo, pero no en ciudades.

-Pues yo te aseguro que difícilmente encontrarás mujer que quiera compartir contigo esa vida huraña. ¿A que no la encuentras?

-¿A que sí?... Tiempo ha que la encontré, señora doña Teresa. Mi maestro me ha dicho que en el mundo existe siempre lo que deseamos. Es cuestión de buscarlo bien. La mujer que ha de ser mía existe, y yo la conozco, y sé que quiere tenerme por suyo... Sus pensamientos me buscaban a mí, como los míos la buscaban a ella».

Pidiole Teresa informes claros de la que sin duda era divinidad, o estrella caída de los cielos altísimos; pero Santiago se negó a entrar en pormenores y a decir el nombre y calidad de la mujer que había de ser su compañera en esquivas soledades de tierra o mar. A su tiempo se lo diría... ¿No le consideraban como salvaje? Pues los salvajes ni gustan de vivir en poblados, ni poseen ese decir libre y sin freno que mueve a las confidencias. Llevó muy a mal Teresa las razones con que el mocetón defendía su secreto, y dándose por lastimada le dijo: «Quita allá, tonto. Maldito el interés que tengo en conocer a tu princesa del pan pringado; métela en un escapulario y cuélgatelo del pescuezo... No se te vaya a perder esa reliquia... Según veo, has tomado careta y arrumacos de salvajismo para hacerte el interesante... y luego con cuatro bobadas del Universo, del pensar de las estrellas, y con el quitaos, ciudades, y el no me toquéis, curas, te das tono y pasas por sabio... Déjame que me ría de ti... Me haces gracia, Iberillo». El reír de Teresa rasgaba el silencio de la fría noche. No tardó en derivar hacia la seriedad con estos graves conceptos: «Mira el cielo, Santiago, y verás que las estrellas que me ensenaste van cayendo de este otro lado, como la luna. Debe de ser muy tarde... Dame la mano, y ayúdame a ponerme en pie, que estoy entumecida».

Levantose, y cuando iban hacia la casa, o sea el carro, Teresa siguió hablando así: «Te dije que de ti me reía... Fue por oírte, Santiago... ¿Por qué callas? ¿Te has enojado conmigo? ¡Valiente tonto! Verás... No es que me ría de ti, sino que... Vamos, yo deseo tu bien... Bueno es el salvajismo, pero no tanto. Me gustaría que te dejaras aconsejar de mí, y me contaras todo lo que has hecho y lo que piensas hacer. Ya verías qué buenos consejos te daba yo... Porque tú sabes cosas del cielo; pero en las de la tierra no das pie con bola». Callaba Ibero. Desconsolada del silencio de él, Teresa pasó de la exhortación a las quejas. «Ya ves, chiquillo: en tantos días como has estado cerca de mí, no has tenido conmigo la menor confianza. Todavía no me has dicho lo que hiciste desde que te vi en Valencia, allá por Junio, hasta que nos encontramos en Fuentidueña y en Villarejo hará quince días. ¡Seis meses de vida que no quieres descubrir!... ¿En ese medio año, navegabas o qué hacías?... Y otra: ¿qué comisiones llevabas tú a Villarejo? ¿Era cosa de los oficiales que conspiraban en Tarragona, o te mandó el capitán Lagier con cartas y avisos al General, poniéndole en autos de otros preparativos?... Todo esto debías decírmelo, así como lo de tu novia, quién es, dónde vive, que puntos calza, qué pitos toca... Ya sabes que sé guardar un secreto... y aunque sean dos.

-Deje los secretos donde están, Teresita -respondió Ibero-, que cuando se les cambia de arca, algunos en el aire se quedan.

-Bueno, bueno: guárdatelos. ¡Pues no eres poco avaro de tus pensamientos!... La verdad, no he visto reserva como la tuya. Y tus cosas son tan raras, que no hay cristiano que las entienda. ¿Cómo se explica que, si has ido a tu pueblo y te has presentado a tu padre y a tu madre, consienten estos que andes en esa vida libre, arrastrada? ¿No están tus padres en buena posición? Si es así, ¿qué padres son ésos que te permiten vivir a lo gitano?...¿Es que tu padre te tiene al servicio de Prim porque así le conviene?... ¿Es que don Santiago Ibero, militar retirado, también conspira?... ¡Vaya, que es cargante tu silencio! Pues me reiré, me reiré de ti. Sin duda conoces los planes del General ¿Sabes acaso qué miras lleva, qué reformas hará cuando triunfe?

-Nada sé de lo que piensa el General, ni pretendo saberlo. Soy muy pequeño para que me digan ciertas cosas. Pero por lo que me dicta mi razón natural, entiendo que el General hará lo que llaman una revolución; y decir aquí Revolución, será lo mismo que decir Justicia».

Queriendo Teresa manifestar de algún modo ideas sensatas y positivas frente a las vagas, tal vez quiméricas aspiraciones de su amigo, soltó este pequeño programa: «Ándese don Juan con cuidado el día de la victoria, si es que ese día llega. Que corte y raje por donde quiera; todo puede hacerlo menos destronar a doña Isabel y traernos la libertad de cultos».

Ni aprobación ni conformidad oyó de los labios desdeñosos del salvaje. Este habló de otra cosa. «Métase en el carro, que viene un gris traicionero y usted no está hecha a estas frialdades... Ya despunta el alba... mensajera del sol... ¿Qué le pasa, Teresita; qué sobresalto es ese? ¿Tiene usted miedo? ¿Qué teme usted viniendo conmigo?

-Sí, tengo miedo -murmuró la mujer, demudada, temblando-. Siento espíritus. Por aquí andan, Santiago... y eres tú quien los ha traído con las tonterías que me cuentas... No me digas que no... Los he sentido... Por esta oreja me paso uno, y aun creo que me dijo algo... ¡Ay, ay, otro espíritu! Y este es de los malos, porque me ha dado un empujón... ¿Te ríes?... ¿Pero cuándo amanece, Dios mío? ¡Nunca vi noche más larga!

-Ya viene el día; ya los soldados sacuden el sueño; ya esos bultos tendidos son menos inertes. Bajo las mantas se desperezan los brazos vigorosos... Mire usted más allá, Teresa, junto a las encinas. ¿Ve unos hombres que parecen salir de debajo de la tierra? Son los cornetas que van a tocar diana. La claridad blanca del día va devolviendo a todas las cosas su forma y color. Observe usted el patear de los caballos; oiga los relinchos con que dicen que han dormido bastante.

-Lo veo; veo y oigo lo que dices... Pero yo tengo miedo... Con la luz del día se van los espíritus; pero dentro de mí queda el miedo, este miedo que es mi conciencia sublevada, mi pena por el mal que hice... No me convencerás de que no fuí yo quien mató a Leal... Esta idea me vuelve loca... Y el espíritu de Leal me persigue... y a donde quiera que yo vaya irá él».

Deseando tranquilizaría, Ibero la obligó a meterse en el carro, donde tenía mantas para entapujarse y requerir el sueño. En esto, el frío cristal del aire fue rayado, como con diamante, por el son agudo de los clarines que tocaban diana. Era el himno militar, no tan militar quizás como religioso; la voz que con dejos de plegaria despierta a los hombres y los llama a las obligaciones de la guerra. Teresa, con nerviosa inquietud tiritante, se arrebujó bien desde los pies a la coronilla; luego descubrió el rostro para decir: «Al toque de diana empiezan tus quehaceres. Tienes que dar pienso a las mulas y ayudar a los carreteros... Entre tanto me dormiré, que buena falta me hace. Ya me va entrando sueño. Fíjate bien en lo que te encargo: en cuanto acabes tus ocupaciones, vienes y me despiertas. Tengo que decirte una cosa.

-Dígamela ahora.

-Ahora no puede ser: tengo que dormir antes de decírtela... Vete... ya oigo el lenguaje fino de los carreteros. Cuidadito, Santiago; vienes y me despiertas... No, no; ahora no te lo digo».

Volvió a desaparecer entre las mantas el lindo rostro. Minutos después, Teresa dormía... con permiso de su conciencia. Y no había terminado el salvaje Ibero sus faenas matinales, cuando le sorprendió la súbita aparición de Clavería, el cual, apartándose con él de la caterva de machacantes y acemileros, le dijo: «Prepárate, que vas a un recado.

-¿Lejos, señor?

-Como lejos, muy lejos, no es... Pero tampoco es cerca. A Madrid tienes que ir. Como tu bagaje es no más que tu persona y un lío en que metes dos mudas de ropa, ya estás andando, que hay prisa. Sales ahora mismo, tomas el camino de Orgaz, ¿ves? por aquella loma... rumbo Norte clavado. En Orgaz dejas a la izquierda el camino de Toledo, y te vas hacia Almonacid del Campo, y de allí derecho a pasar el Tajo por las barcas de Ateca. Te indico ese camino porque no conviene que pases por Toledo, donde está Echagüe con la columna que nos persigue. Andando todo el día... no es mucho: doce leguas... puedes llegar a Villaseca, al otro lado del Tajo, antes de media noche. Duermes seis horas... y mañana sigues por Pantoja, Yeles, Torrejoncillo, Parla, Getafe... y en Madrid a las dos o las tres de la tarde. Eres buen andarín, excelente geógrafo... no te detendrás a gandulear, ni equivocarás el camino... En Madrid a las tres de la tarde... Para no sofocarte, te pongo las cuatro. Ahora, fíjate bien en lo que tienes que hacer en cuanto llegues. ¿Ves esta carta? Has de entregarla a don Ricardo Muñiz; pero en el sobre no se ha escrito este nombre, sino otro con las mismas iniciales. Mira, lee: Señor don Roque Muñoz. Lee este nombre y olvídalo, porque la verdadera dirección, Ricardo Muñiz, ha de ir bien grabada en tu memoria. Repite este nombre, repítelo muchas veces. Que yo lo oiga, que yo lo vea bien grabado con buril dentro de su sesera...».

Repitió Ibero el nombre y apellido hasta que Clavería dijo: «Basta. Confío en tu agudeza y en el interés con que sirves al General. Pues lo mismo has de grabar en tu memoria las señas, que no son las que aquí se ponen: Carretas, 10. Olvida esto, y coge y graba la verdadera dirección: Carmen, 1. Repítelo»... «No es necesario -dijo Ibero, valiente y seguro de sí mismo-. Carmen, 1: es muy fácil de recordar. Yo compongo este barbarismo: Carmuñardo, donde están al revés las sílabas más sonantes de las tres palabras, calle, apellido y nombre. No se me olvida; esté usted tranquilo.

-La carta está escrita en un lenguaje cifrado y convencional, y si te la quitaran, nada sospechoso ni justiciable encontrarían en ella. La entregarás a ese señor en propia mano, sin perder horas ni minutos. Toma y guarda... Y ahora, fíjate en un segundo encargo, también del General... y mío (saca otra carta). Aquí tienes... Esta no lleva la dirección disimulada. ¿Ves? Señor don José Rivas Chaves, del Comercio. Desengaño, 19. Es una recomendación para que te coloque en su comercio de telas. (Abre la carta; Ibero la lee rápidamente.) ¿Te enteras? Tú, el portador de la presente, vas a Madrid en busca de colocación, y yo, que aquí firmo José González, y me llamo corresponsal de Rivas Chaves en Orgaz, te recomiendo a él... Todo es figurado: la carta, en escritura invisible que Chaves hará salir del papel por un procedimiento químico, le dice cosas muy distintas de lo que va escrito con tinta ordinaria... Este amigo mío te recibirá muy bien, y te dará lo que necesites para tus gastos en Madrid, o para los que tengas que hacer luego... que aún no he concluido, Santiago. Me has prometido sumisión, obediencia absoluta.

-He prometido y cumpliré. ¿Qué tengo que hacer?

-Pues desempeñados los encargos que llevas a Madrid, te vas a Samaniego, no como peatón desastrado, sino en el tren, y con el empaque y avíos que te corresponden. A este gasto proveerá el amigo Chaves. Ya te dije que tus padres no consienten, se resignan a tu vivir errante, desligado de toda disciplina... pero a condición de que dos veces al año, por lo menos, vayas a verlos. En Julio último, después de lo de Valencia, fuiste allá. Prometiste volver en Octubre y esta es la hora que...

-No pude -dijo Ibero prontamente-. En Septiembre fuimos al Mar Negro, a cargar de trigo, y no volvimos hasta muy avanzado Noviembre. Después...

-Sea lo que quiera, irás a Samaniego y pronto. Tu padre, que pudo someterte dejándote coger el chopo a la edad en que todo español es soldado, no lo hizo, y te redimió del servicio militar... Tu padre tiene debilidad por ti; cree que en tu independencia salvaje hay como una exaltación de los sentimientos más puros y una quinta esencia d las ideas más honradas y nobles... Yo no sé si está en lo cierto, o tan alucinado como tú. En fin, has de ir a su presencia. Tanto Santiago como tu madre desean que ponga alguna regularidad en tu emancipación. Me consta que ha escrito al capitán Lagier para que te encarrile un poco, obligándote a estudiar formalmente y examinarte de piloto, que la marina mercante es honrosa carrera. Con esto, ya sabes cuanto tenía que decirte... Falta una cosa: toma dinero para lo que necesites en el viaje de aquí a Madrid. Si en los pueblos de la Sagra encuentras algún galerín o coche-correo, lo tomas, y anticiparás unas cuantas horas tu llegada. Recoge tus bártulos, y ya estás echando a correr. Adiós, y hasta la vista, que lo mismo puede ser en Madrid que en el valle de Josafat... Adiós».

En un periquete se dispuso Ibero para partir. Una duda cruelísima le atormentó breves momentos. ¿Qué haría: despertar a Teresa para despedirse de ella, o largarse con la fácil despedida que llaman a la francesa? Acercose al carro y vio el informe bulto liado en mantas. Vagamente marcábase al exterior el cuerpo de la buena moza, como una escultura embalada para el transporte. La quietud y rigidez del envoltorio indicaban profundo sueño. No, no: ¿a qué despertarla?... Seguramente se dolería de verle partir, porque él en su errante soledad la entretenía con amenas conversaciones... Pensó hacerle una muda despedida colocando sobre ella algunas flores, que no habían de ser ofrenda de enamorado, sino de amigo... Pero ni rastro de flores se veía en aquel adusto y enriscado suelo. Fue, y ¿qué hizo? Cogió unos tomillos olorosos, y con cuidado los puso en aquella parte del bulto que al pecho correspondía. «Ya comprenderá que he sido yo quien le ha puesto los tomillos -decía el hombre al retirarse-. ¡Pobrecilla! ¿Y si cree que se los han puesto los espíritus...?».